5/26/2008

No podía comprender, en las mañanas de invierno, secas y frías y de aire cortante, cómo llegaría el sol a ejercer su poder. No podía comprender cómo el viento de cuchilla podría convertirse en el conjunto de aromas que es ahora. Trataba yo, en mi cabeza, de volver a lo que estaba por venir a través de cómo lo recordaba. De cómo lo recuerdo. Y no podía entenderlo.

Me veo, si giro un poco la cabeza y miro por encima de mi hombro, caminando algún jueves volviendo a la habitación, yo solo a pesar de que hubiese gente. Sintiendo en la nuca un sol blanco, y el cielo tapizado de un azul potente, con una cierta profundidad.

Pensaba, y aún lo hago, en cómo se renueva lo viejo, cómo se da paso a lo nuevo. La sensación de tener el alma desnuda, borracha de preguntas que no puede responder. Hacía mucho que no me veía en este sitio, otra vez, caminando hacia algún lugar que ignoro, buscando algo de paz. Se me retuercen las dudas en torno al cuello, y en las miradas fijas hacia mis ojos me parece tener claro que todos ven lo que ocurre en mí, excepto yo mismo.

No podía comprender, pues, cómo la primavera gana en sus atardeceres tibios la precipitada oscuridad de diciembre, y me parecía imposible que pudiese cambiarse el vaho por las camisetas de manga corta. Siempre me pasa igual, cada año es lo mismo. Igual que no lo comprendía antes, sigo sin entenderlo ahora.

Como aquel que en mi habitación me dejaba a solas, respetando mis silencios, compartiendo voz de vez en cuando. Ese que dejó de ser aquel. Sigo sin comprender cómo las estaciones cambian, e ignoro el proceso por el que vives con un compañero y, al marcharte, dejas a un amigo.

Pero eso no importa, porque nada permanece del todo. Mis brotes de hoy acabarán por crujir, bajo las suelas del tiempo, en los adoquines de mi ser.

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