4/27/2008

Ahora tienes que descansar, respirar tranquilamente, recrearte en el sudor. ¿Cuánto tiempo llevas portando esa maleta en la que no hay ropa ni hay nada? Solo los trozos de ti mismo, porque estás repartido en ella como un rompecabezas que, a menudo, se torna imposible.

Ahí dentro está el interrogante a tu existencia. Mejor aún, está el interrogante a la existencia. Tienes que tomarte un tiempo, disfrutar de los suspiros agotados de esfuerzo que son el testimonio de tu extenuación. Mírala dormir desnuda, tan empapada como tú de agua y sal, y cómo las sábanas y el edredón se oscurecen al beber de su piel. Que también es la tuya.

Pregúntate si estará soñando mientras te fijas en sus párpados marrones y las pestañas negras, y si de verdad está tan tranquila y en paz como parece. Puedes martirizarte entonces con otro tipo de cuestiones, por ejemplo si existe motivo alguno por el que deba dejarse llevar así, confiando ciegamente, con los ojitos cerrados a este mundo pero inabarcablemente abiertos a otros. Otros en los que te da miedo entrar.

Porque lo que quieres es que se te lleve el aire en alguna ráfaga suave de primavera, que se hinchen tus alas y, luego, cuando ya estés bien alto, te vayas haciendo polvo y ceniza. Entonces a lo mejor esperas que te inhale con auténtica fruición, y te tenga dentro en su sangre y sus pulmones. Así no te importaría que sea, porque tú ya no estarías, y entonces sí podría sentirse a salvo. A salvo de ti, que así lo crees.

Claro que puedes meter los dedos en la llaga de tus miedos dudando de esta manera. Pero tú verás, desde luego es cosa tuya, y ya me dirás qué tal cuando esa maleta de la que antes te hablaba esté demasiado llena de ti, de recuerdos estigmáticos y verbos en forma condicional. Puede, si eso llega a ocurrir, que entonces desees estar de nuevo en tu cama, viéndola dormir y pensando en volver a hacer el amor.

Por eso te digo que debes descansar, que el mundo se apague en ti de vez en cuando, que te veas solo, libre de cualquier carga y peso. Es el único modo de ver con claridad. Ahora, sin embargo, deléitate con el resbalar de tu mano sobre su cintura bañada por el barniz inevitable del calor.

Vacía el contenido de tu viaje y aviéntalo lejos. Ya veremos qué pasa luego. Luego, cuando estés rendido de cansancio. Y no cargues con nada, solo sé tú, y sé en ella. En esa chica que acaba de abrir los ojos para comprobar que seguías ahí, que seguías mirándola. Velando sus sueños.


4/23/2008

Cuando vuelva a casa quiero que me nutras con tus lágrimas, mientras me amamantas con tus iris oscuros. Cuando vuelva a casa quiero que me esperes trémula, blanca casi pálida, con una sonrisa temerosa de pronósticos penosos. Cuando vuelva a casa quiero que me ames como a ti misma, pero que me digas cuánto me odias.

Cuando cruce el umbral hacia el hogar deseo que le quites la parca sombría a mi alma, y que la lances al fuego de la lumbre primaveral. Ya arde mi corazón. Cuando esté acomodándome en tu identidad más profunda deseo que me hieras, con crueldad y salvajismo, para que la brutalidad externa no me duela.

Cuando salga de nuevo quiero que me prometas que nunca más me dejarás entrar, que me jures que si me marcho es para no volver. Quiero, entonces, ver pétalos de clavel rodar por tus mejillas y cómo las sonrisas, temerosas de pronósticos penosos, se envilecen en unos labios fruncidos, tensos y marfíleos.

Todo eso quiero cuando yo vuelva a casa. Cuando estemos haciendo el amor.

4/15/2008

Es de sábado por la mañana, y se sienta en el banco de la parada del bus, con la marquesina casi delante, tapándole una franja vertical de lo que tiene enfrente. Apenas han hablado desde el portal de ella hasta la parada, y tampoco parece que vaya a cambiar. Sin embargo están con las manos cogidas, fuertemente, con firmeza y decisión.

Está el chico, Rubén, tranquilamente pensando en sus alteraciones de la noche, en lo que ha sido real y qué soñado, porque el sueño a veces cobra tal poder que cuesta distinguirlo. Puede ser que incluso sea algo intermedio, tan real como la crisálida entre la oruga y la mariposa. Algo que tiene su importancia, y sus visos de realidad a pesar de ser algo soñado. Quién sabe, igual es cuestión tan sencilla de realismo y aproximación y no por ello se le debe dar más relevancia.

A lo mejor era eso, pero estaba ahí, dándole vueltas al asunto mientras los segundos se movían tranquilos, en su desplazamiento exiguo y eterno, poblando las señales de los relojes que marcaban actos y eventos memorables. O tragedias. En su diminuta concepción demarcaban todo el ámbito de lo que se vive, porque va por tiempo, al fin y al cabo. Lentamente, y mucho antes de lo esperado, se va acercando a lo lejos un coloso rojo, con el número esperado y el letrero correcto.

El bus urbano se detiene enfrente de la parada, y mucho antes de hacerlo, Rubén ya se había levantado, cogiendo por la cintura a la chica, tan solo un segundo. Está cansando, porque quiere seguir durmiendo, pero tampoco perder eso que se mueve escatimoso y que dura eternamente. Se dirigen hacia la parte trasera del vehículo, donde los asientos están enfrentados dos a dos, y el chico se sienta al lado de la ventana. En un acto de arrojo, o de euforia, esa sustancia que sorprende a uno mismo llenándole el estómago de algo que no tiene nombre pero que te inocula una vitalidad imparable, y desconocida, que te hace ver que todo es maravilloso, y que nada cuesta tanto esfuerzo, y que cualquier esfuerzo es poco porque poco es lo que no puedes conseguir, en ese instante, pues, se decide a hablar.

Le dice que ha soñado algo increíble. Que ha sido muy real, o muy realista, que tampoco puede distinguir a ciencia cierta el matiz entre lo uno y lo otro porque, a fin de cuentas, de lo uno viene lo otro y lo otro va a parar a lo uno, o eso pretende. Así que empieza a hablar y le cuenta alguna historia incongruente, para ambientar más que nada, sobre la que lo recuerda todo. Le parece curioso lo ridículo que suena en su voz, cuánto más será en los oídos de ella, y lo perfecto y bien encajado que se presenta en su mente y su memoria.

Y empieza a decirle cosas sobre la Basílica del Pilar, y de su primo y del alcalde de su pueblo. Y después pasa a una parte de la sacra construcción, porque todo se desarrolla en ella, en la que aparece la chica, ella, la que lo escucha en el asiento del autobús que, por cierto, aún no ha arrancado y está ahí, mezclando humo con esperas a ver si alguien tiene suerte y lo coge a tiempo. Mientras, justo a la derecha, un matrimonio discute, o más bien discute la mujer porque no le va a dar tiempo a no se sabe qué y que va a tener que tirar de taxi y el marido le pregunta, pacientemente, que si no le basta con media hora y la otra, gritando y de malos modos, como un perro rabioso, le dice que no, que no hay manera. Así que, mientras el hijo pequeño trata de convencerse de que eso no es real intentando hablar con su padre, éste le dice a su mujer que no, que ya vale, y que no siga así porque están siempre igual y, asegura, que vamos a acabar por tenerla.

Rubén se pregunta qué estará pensando el pobre niño, y qué pensaría él cuando era aún más niño que ahora, tanto como ese que mira en vilo a sus padres y de vez en vez hacia las yemas de sus dedos, y se mordisquea las uñas como buscando en ellas una respuesta que no podrá encontrar en la vida. Continúa con su historia, con su sueño, y le cuenta a ella que ha soñado con su padre. Entonces la chica lo mira grave, seria, con los ojitos diciendo que su boca se ahoga en palabras pero que sus dientes, o su timidez, son una presa infranqueable.

Así que Rubén sigue contándole detalles del sueño, le dice, de nuevo, que ella aparecía, y que era muy extraño porque todo era una sala perfectamente ordenada y había como personas, pero no eran personas porque no estaban vivas, serían maniquíes. Recuerda entonces que un plato le trae a la memoria la vajilla de sus abuelos, pero de los paternos, y que en el sueño se emociona porque echa de menos al abuelo. A ella le explica que ha tenido que ser una confusión porque el único abuelo muerto es Valentín, que es por parte de madre, y que Melchor está muy vivo. Pero que sea como fuere el muerto es el vivo, porque los sueños son así de caprichosos, y le dice que en ese momento se da cuenta, en el sueño, de que el hombre que tenía detrás de sí era su padre.

Se manifiesta entonces. A ella se lo ha dicho antes para avisarla, a modo de preludio, o de anuncio magnífico de película de estreno. Esos sueños son auténticas maravillas de sentir, añade sabiéndose privilegiado. Volviendo al caso, dice que cuando ve a su padre primero le parece normal, pero luego recuerda que él también había muerto, muchos años antes, sin que pudieran apenas conocerse. Y es verdad, y entonces el padre repara en ello y Rubén dice que va a abrazarlo y le asegura a su padre, con los dientes apretados, que lo quiere, que lo quiere mucho, y lo besa en el cogote porque ya Rubén es más alto que su progenitor.

Le cuenta que su padre le dice que no, que eso es demasiado convencional, a lo que el hijo, o sea Rubén, responde que nunca. Que querer se quiere como se quiere, y no hay más que eso ni convencionalismo alguno. Así que el padre se libera por completo. Y también le dice que lo quiere mucho. Todo esto se lo cuenta a ella, y ella atiende. En ese momento es de ver cómo su cabecita planea hasta el hombro de Rubén, y cómo se agita el aire, nervioso, que mueve con sus pestañas. ¿Y eso qué ha sido? Un suspiro que los envuelve a los dos brevemente. Ella lo agarra, o le agarra la manga o algo por el estilo, y se queda asida a él, como quien se aferra al recuerdo de una maravilla. La siente reposar, y él mira por la ventanilla del bus tras oler su pelo.

No le ha contado que su padre, poseído de ira y rabia, desafía a Dios en el sueño, y se convierte en un monstruo con forma humana y rostro todo de hueso, mientras grita desolado que no es justo, que no sabe él, Rubén, o quién sabe si se refiere a Dios, lo doloroso que es no haber podido conocerlo en persona tal y como era, porque solo puede verlo de lejos, y le asegura lo mucho que querría tenerlo a su lado y vivir con él y que eso, eso, a un padre no puede hacérsele, ni tampoco a un hijo.

Rubén recuerda al milímetro las facciones de su padre, con esa boca enorme y el rostro de máscara, y presencia de nuevo cómo el grito que éste profiere rasga hasta el aire y se ve que todo tiembla, y aún la memoria del chico lo retiene. Hasta cómo su padre llora colérico sobre su pecho y, sollozando, le repite que también él lo quiere, y que lo quiere mucho. Esto a ella no se lo ha dicho, y en sus pensamientos toda la escena se repite, mientras la pequeña sigue recostada sobre su hombro, buscando ahora, casi anhelante, los beneficios de su pecho trabajado en el deporte.

Piensa el chico en su padre, y en el sueño de esa noche, y en los sueños que tiene y en si su padre quería darle ánimo para con ellos. Que seguro que sí, se dice. Y van camino de la facultad de Filosofía y Letras, porque Rubén quiere mirar algunas cosillas sobre Filología Hispánica porque ha descubierto, no hace mucho, que quiere ser escritor. O mejor dicho, ha descubierto que va a echarle los cojones y lo que sea necesario para conseguirlo. Aunque de vez en cuando se cuestione si tiene talento. O aunque se lo cuestione a menudo.

Porque solo es eso, preguntárselo de vez en cuando. Ya se ha acostumbrado a todo tipo de críticas, y apenas le afectan. Todas lo motivan ya que conoce bien, pero bien en profundidad, a la más dura de todas, y es la que vive en el silencio. Pero sabe que tarde o temprano recibirá una llamada, o algún signo... Y ya no se preocupa porque al mirar hacia su hombro ve que no le falta musa, y que tampoco altar, y que hasta dispone de templo.

Así que se concede un regalo y se dice que joder, que sí tiene talento, y que de lo único que ha de preocuparse es de no parar, de seguir adelante. ¿Cómo no hacerlo con esa pequeña preciosidad, que cree en él, que dormita y suspira, aprovechando el vaivén del autobús?

4/06/2008

Al noreste de la Península Ibérica descansa, bajo los Pirineos, la noble tierra de Aragón. Custodiada por los centinelas de piedra, colosos enormes y abruptos en sus formas, que comparte con Cataluña y Navarra, se ve esta tierra dividida por un río poderoso y altivo, de caudal recio y temibles cambios de humor en los deshielos.

Atraviesa un valle este río, al que le da el mismo nombre, alzándose los dos con Ebro por distintivo. Es en este valle donde se conjuran los elementos para endurecer el clima. En invierno corta el cierzo los silencios de quienes guardan el resuello para no perder calor, acentuando su velocidad a su paso por la ciudad que se yergue como capital de tan gallarda tierra; en verano el sol no se apiada, y cayendo pleno, como se dice de justicia, aumenta las cifras de cualquier termómetro que se precie, ya sea al sol, no le importa al calor que se refugie a la sombra.

Se derretían, cuando los hubo, los adoquines del casco viejo, de por donde el mercado central desempeña su labor y ofrece sus mejores especies a quien madruga y siente dedicación por el hogar, por lo exquisito y lo que marca la diferencia. En invierno se congela en el aire el tufo a pescado y carne fresca que desde sus paredes exhala. La rana de la fuente tirita, y el termómetro a la entrada de calle Predicadores en vano trata de engañarse.

La Pilarica, desde su privilegiado rincón, observa su ciudad, su imperio propio de nombre único que bajo su manto nutre de una fe profunda que, a pesar de no ser cristiana muchas veces, se siente en la sangre, en la piel palpitante y en las carnes de este lugar que nunca desfallecen. Es esta virgen que a Zaragoza le da su icono, una imagen sobre un río único, peligroso y temperamental.

Es a ella a quien se han llevado, en pura y sincera ofrenda, los triunfos de un equipo que ahora languidece. Es a ella a quien se le lloran las desgracias, a quien se le pide un consuelo que, en muchos casos, poco tiene de sustancia bíblica o de fervor cristiano. Pero se va, y se le hace, porque es la virgen, es la madre de Zaragoza, de quien en ella nació, de quien en ella muere, de quien quiera pronunciarse como su hijo.

A buen seguro, en mi corazón albergo, que lloró de emoción y alegría en ese Mayo del 95, y no hace mucho de alegría, hará unos años, en la Romareda contra un Real Madrid atónito. No dudo de que su corazón se partiese, dejando a un Cristo solitario y dolido, en un fatídico 2002 para el equipo. Rió, convencido estoy de esto, en 2004 y en 2001 por la misma gesta. Pocos son los logros que de este equipo recuerdo, mas soy joven todavía.

A pesar de ello he visto bien sufrir a mis allegados y a quienes no conozco. Los he visto morderse las uñas hasta las yemas de los dedos, los he visto quejarse y gritar, protestar y abuchear. Los he visto en mil y una prácticas que no comparto con ellos, pero cada uno defiende unos colores como mejor cree. Unos colores... Los de todos. Que se haga como se quiera, pero que se haga.

Bien en silencio, vibrando por dentro hasta los tuétanos, o con las mandíbulas apretadas, exprimiendo el aire, masticándolo y tragándolo con la saliva. No podemos dejar de darle aire a un león que a gritos pide ayuda. La afición no recibe ingresos, no tiene beneficio económico, pero nunca lo ha necesitado, jamás osará pedirlo. Estamos aquí por corazón, por fe y por entrega. Lo que hacemos y decimos es porque lo sentimos sin más.

Podemos pensar que no nos merecemos muchas cosas, pero prefiero dedicarme a obrar para tener derecho a recibir. No me cansaré de bajar los domingos a ver cada uno de los partidos que dispute; no voy a claudicar cuando más me necesitan. Aunque las turbulencias de un gallardo y noble río se me agolpen en el tabique de la nariz. Aguantaré hasta que se apaguen los focos, y lloraré si es preciso.

En mi garganta siempre hay un gol que ansía ser proclamado al cierzo, con rabia y valentía. Con un arrojo que no debemos perder, con pasión y camaradería. Puede que a estas alturas alguien se pregunte qué tenían que ver con todo esto las palabras referentes a las inclemencias del invierno cruel y el verano plomizo.

A la dureza de quien en Zaragoza se ha criado. Acostumbrado a andar contra viento, a caminar bajo un sol abrasador. Somos sufridos por naturaleza. ¿Qué nos queda si ahora no obedecemos a esa condición?

Dentro de una semana estarán de nuevo sobre el césped. Y yo con ellos. Si alguno no siente implicación con la camiseta que defiende, yo me meteré hasta el cuello para compensar su falta. Porque, después de todo, hablo de nobleza, y sobre orgullo versan mis palabras.

4/01/2008

Estaban a punto de marcharse, todos, de nuevo. En las sonrisas y abrazos de despedida podía intuir un pronóstico aciago, un desenlace cruel. Sentía sobre la madera del escenario el presagio del acto fatal, la parte oscura y brutal de la obra. Los focos de su consciencia iban perdiendo intensidad, y se vio desnudo, de súbito, en las heladas horas que por delante le susurraban.

La puerta se cerró con un sonido sordo y, a pesar de que la primavera estaba entrada, sintió frío. Cerró los ojos pensando en cuánto tardaría en volver, con sus secuaces, con sus amigos y amigas, a masacrar con precisos golpes de martillo, carpintero experto, su alegría y su calma. Poco a poco. Sin perder un instante.

Mientras, arrastraba las suelas de sus zapatos nuevos, cómodos mocasines sin cordones, de boca elástica y puntera ancha. Su presencia, única de nuevo, se contagió de un temor irracional. Sabía quién se acercaba.

Muchas veces pensó en que era cruel e injusto, venir así, de la nada, con la nada misma, rodeado de otros muchos y fuertes, ya fueran masculinos o femeninos, a golpearlo a traición. Una vez tras otra, sin piedad, sin querer conocer el término clemencia.

Así, pues, se dejó llevar hasta su habitación y, mirando por la ventana, dejó que de nuevo lo mordiese para atarlo a las tinieblas. Tal vez hasta la mañana siguiente, cuando volviesen las visitas y fuera libre de nuevo.

De nuevo por un rato, hasta que el silencio volviese a reclamar lo que consideraba suyo.