5/27/2008

Ni siquiera me he puesto el pijama todavía. Estoy con los pies descalzos, cansado de tanto andar. Estoy aquí, posiblemente desnudo a pesar de la ropa, con el murmullo agonizante del ordenador violando el silencio y, seguramente, el sueño de mi familia. Pero sí, estoy aquí, aunque sea solo.

Me he dado cuenta de algo que creo importante: escribo más, y lo excuso hablando. Es decir, que hablo menos. Procuro que sea lo justo, para no quebrar los equilibrios, pero no sé si lo hago como procede. Me parece que me comunico mucho mejor así.

Estoy llegando a tal punto que empiezo a plantearme que sería feliz si no te importase escuchar mi voz solo de vez en cuando y, al mismo tiempo, poder bañar mis oídos en la tuya casi a cada instante. Me gustaría escucharte a todas horas, y yo hablarte desde mis ojos a los tuyos. Eso, ahora mismo, supongo que me encantaría. No tener que hablar. O, al menos, no hablar por hablar.

A lo mejor es temporal, pero puede que no. Cuando cojo confianza con la gente me suelto, y hablo casi hasta no callar. De cualquier tema, de lo que se me ocurra... Pero ya no tanto. Puede que sea porque me cueste adquirir esa confianza, porque siento que dentro del círculo más estricto y necesario de mi existencia está todo completo. Y, aun así, sigue habiendo hueco al sobresalto.

Tal vez debería silenciarme por completo, dejar de hablar, de los dos modos. De este y del tradicional, y dedicarme a hundirme en tus ojos, a levantarte las ojeras y llevar ese púrpura de cansancio a otro lugar. No sé, a tus labios trémulos que esperan. Bueno, que creo que esperan.
No me incomodará el silencio nunca, nunca más, mientras sepas que si callo es porque ahondo en tus entrañas, a ver si en algún jadeo, en alguna exhalación, me tropiezo con tu alma. Y espero poder mirarla entonces, cuando eso ocurra, y que no haga falta nada más. Estoy seguro de que tampoco querré hablar en ese momento.

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