5/11/2008

Lo encontré en la puerta de mi casa. No sé quién lo dejó ahí, ni por qué. Tampoco lo pregunté. Cuando pasé al lado de aquellas escaleras que daban al portal me arrancó del mundo un estridente grito de supervivencia. Algo se revolvía en un montón de cosas que, en un principio, no quise preguntarme qué serían. Hacía bastante frío. El sonido brutal no cesaba. Por un momento deseé que callase, y esperé que no durara mucho porque si no no podría dormir en toda la noche. Vivo en el segundo piso.

Al acercarme un poco más, curioso, me di cuenta de que había algo. Los movimientos eran impulsivos, como de algo o alguien que no es muy consciente de lo que es o tiene. Me agaché para mirar más de cerca y calló. Sentí miedo. Mis manos se precipitaron sobre ese montón de lo que fuera, y mi corazón se detuvo un poco, quedando suspendido en algún latido que, aún hoy, tengo pendiente. Necesitaba escuchar de nuevo lo que a todas luces era un llanto.

Revolví con mis manos, y ante mí apareció una criatura que difícilmente llegaría al año y medio de vida. Era pequeño, el cuerpo era pequeño y frágil, y estaba ligeramente azulado. Por el frío, seguro. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí? Lo cogí entre los brazos. Muchas ideas se dieron cita en mi cabeza en ese instante, tantas que hasta me entró calor y el aire no me salía por la boca. Se enrarecía en mis pulmones a cada segundo. Lo miré a los ojos. Estaba trágicamente dormido, me asusté. Era mío, mío. Aunque no supiera de quién.

Pasaron los años y fue haciéndose mayor. Crecía a un ritmo normal, pero los inviernos eran siempre muy duros. Como si su pequeña y joven memoria volviera de nuevo a ese sitio que no podía recordar pero que estaba muy cerca. La sensación de miedo que pudo tener, aun inconsciente, no se separaba de él. Todos los atardeceres precipitados de enero y diciembre se acostaba en el sofá, a mi lado, mientras yo leía. O en el diván del estudio. En cualquier lugar donde yo estuviese. No lloraba, no gritaba, pero seguía reivindicando su derecho a vivir. Respiraba fuerte mientras dormía. Como en lucha. Solía tener pesadillas, solía despertarse temblando.

Pero cuando yo me acercaba a ver qué era lo que pasaba, súbitamente, paraba. Su cuerpecito, ya de unos dos años y medio o tres, se relajaba. Mi pequeño se relajaba. Confiaba de nuevo en mí, volvía a recordar que estaba protegido. Que no hacía frío, que pronto llegaría la primavera. Siempre hacía lo mismo, dormía antes de la cena para que yo lo despertase antes de irme a cocinar. Le gustaba verme, me gustaba que me viese, que me preguntara cómo se hacía una u otra cosa. Crecía tan rápido...

Cuando llegó a los siete años nos dimos cuenta de que había algo más. No era solo mi hijo, también mi amigo. Lo cierto es que nunca le dije nada de él, tampoco le mentí, pero creo que no hizo falta. Se dice mucho más cuando se calla. Al menos en muchas ocasiones. Un día lo llevé a mi pueblo, a este mismo lugar. Eran primeros de marzo. Le encantaba ese mes, la primavera en ciernes. Un día me preguntó cuándo nació, y yo le dije que cuándo lo creía él. Me dijo que le encantaba este mes, sobre todo cuando se juntaba con abril. Eligió un día al azar de marzo, y ese fue su cumpleaños.

Volvimos para celebrarlo. Unas semanas después. Ya había alguna flor valiente que asomaba desde la hierba fresca, niña de verde, que se sacudía el invierno y se adornaba con perlitas de rocío, que duraban poco ante la pasión del sol. Esto fue hará unos tres años. No sé si tenía ya diez, a lo mejor once.

Nunca lo vi dejar de disfrutar. Le gustaba tanto el ciclo de las plantas, el del renacer, que acabó por inundar la casa de macetas. Si vienes algún día verás que parece una selva, o un vivero, o algo así. Él mismo se sentía como un árbol. Vulnerable y a la espera en el frío ocaso del año, vigoroso y potente en las luces de ámbar y los destellos de esmeralda. Adoraba los primeros brotes, y los mimaba con la misma dedicación que yo a él. Pero no solo eso, sino que trataba de educarlos, les hablaba, y con sus propias palabras se educaba a sí mismo. Una vez escuché que le decía a un pequeño brote que en unos meses moriría, que caería a la tierra tras un periodo de esplendor, y luego pasaría a formar parte de la tierra de la que él salió, de la que se construiría el futuro de la planta en la que vivía.

Era increíble. Leía mucho, creo que porque me veía leer mucho a mí también. Y escribir. Alguna vez le dejaba leer lo que yo escribía. Pero pocas veces, porque cuando mayor era mi motivación era cuando lo tenía dormido a mi lado. Me daba fuerza y confianza.

Este último invierno fue muy duro. Mucho más que cualquier otro. Tosía con mucha fuerza y había un sonido aciago cuando lo hacía. Se tapaba siempre la boca con la mano y nunca me dejaba ver qué pasaba. Aunque yo pudiera leer en sus ojos frases que bailaban en agua. ¿Has visto alguna vez cómo danza la arena del fondo de un río?

Estaba agotado y dormía más de lo normal. En enero los dos sabíamos qué era lo que había. Me lo decía sin hablar, me lo confesaba si me acercaba, en absoluto silencio. A pesar de todo siguió cuidando de las plantas, abriendo la tierra para que se oxigenase, abonando la futura primavera. Ahora la casa es un habitáculo de jade.

Me dijo que lo llevase en primavera. Le costaba mucho esfuerzo andar. Sabía adónde quería que lo llevase, y hace un año, a finales de marzo, lo traje aquí. Las nubes eran negras y grises, telas metálicas de ágil movimiento, que cubrían los cerros y seducían las colladas. Los campos, que acababan su gestación de meses, iluminaban a pesar de no haber luz.

Nos sentamos aquí, aquí mismo. Él donde estoy yo, yo a su derecha. Se apoyó en mí y me dijo que estaba cansado, pero que merecía la pena observar cómo la tierra no abandonaba, no se dejaba ir. Él era también la tierra, en sí mismo, que no se dejaba llevar por costras de frío y hielo. Me miró y me dijo algo que no llegué a entender, lo miré y sonreía. Me pidió que descansase, que no me preocupase. Ahora cuidaré yo de ti, me susurró, y cerró los ojos. Desde entonces las noches echan de menos dos estrellas.

¿Entiendes ahora por qué me duele el frío, por qué me da miedo el invierno?

1 comentario:

Soñadora Empedernida dijo...

Sí, es comprensible...


Precioso. "echan de menos dos estrellas"


Ays.