5/31/2008

Los relámpagos, silenciosos al principio, van reclamando al viento que traiga la voz grave y abrupta. Las nubes preparan su danza lacrimosa, y el salvajismo furibundo del elemento se acerca. Se arremolina entre las calles, los edificios, y las hojas de los árboles la premonición de la libertad de la tierra.

Tal vez sea una falsa alarma, pero en casa el perro busca refugio a toda prisa. Los animales no han perdido la conexión, saben que no se equivocan, que los destellos que alumbran las nubes de neón hablan con elocuencia. El trueno solo es el testimonio de fe.

Me recorre la espalda desnuda el amante incansable, sigiloso, discreto y voraz en su seducción, de las hierbas bajas y los troncos ajados. A lo lejos se parte una porción del tapiz nocturno en una línea irregular. Como el tiempo que nos toca, como las sombras trémulas que proyecta un candil.

Esperaré la lluvia mientras leo... Mientras apaciguo, o alargo, las ganas de hacer tempestades con nuestros cuerpos. Esperaré la lluvia mientras sueño y, a lo mejor, te encuentro ahí empapada como yo.

Merece la pena pedir tregua a la cerveza solo por eso. Por poder dormir un poco, y buscarte desnuda en otro mundo.

5/30/2008

No cenó, tomó un vaso de leche mientras veía la televisión. Momentos después de acabar, tanto su vaso de leche como el programa de telivisión que se enganchó a ver, pensó en lo bien que se estaba suspendido en esa inactividad. Las zapatillas de estar por casa se le habían caído, y los pies descalzos retozaban con el protector del tapizado del sofá. Era una sensación agradable, de frío y calor al mismo tiempo.

Se estiró, apagó la tele y se llevó el vaso vacío con restos de cacao, en realidad era una taza roja con un ratón blanco dibujado, y los papeles de las madalenas hacia la cocina. Cada cual tenía un destino ya fijado, el suyo era irse a dormir. Entró a la cocina sin encender la luz, llevaba varios minutos, posiblemente horas, caminando entre sombras. Profundas y oscuras existencias que gritaban sordas en sus oídos. Pero la sangre no le hervía, tenía decidido qué era lo que iba a hacer. Acabaría de leer el libro que tenía esperándolo en la almohada de su cama y, después, se dormiría.

Antes de irse a su cuarto se metió en el baño. No lo tenía pensado, pero decidió que masturbarse antes de dormir era, siempre, una agradable y recomendable práctica. Sin embargo algo lo distrajo de su plan. Ahí estaban, discretas, con sus agarres negros y redondeados de plástico duro y sus hojas brillantes, cromadas casi, que reflejaban la determinación de su existencia.

Las cogió contemplándolas, y las acercó a su piel como para preguntarles desde ella. Al principio no ocurrió nada, pero luego lo hizo. Separó sus dedos pulgar e índice de la mano derecha, y luego los cerró de nuevo. Nada. Pero porque no estaba lo suficientemente decidido ni lo necesariamente próximo al objetivo. Se preguntó a sí mismo si tenía miedo de algo, y se sorprendió al emitir un rotundo no.

Se dejó llevar. Se olvidó del libro que tenía por leer, de la hora que era, de que debía irse a dormir, de que podía estar arriesgando demasiado. Al principio lo sedujo el sonido corto, repentino, que representaba algo muy claro. No hay marcha atrás, si lo haces, lo habrás hecho... Por un instante pensó en si debía arriesgarse, podía írsele la mano, resbalar de la cuerda de funambulista sobre la que se desplazaba.

Comenzó a saltar sobre sus pensamientos. Tenía la mente dolorida y el corazón dolido. No comprendía o, según pensaba, sí lo hacía y era eso lo que laceraba su consciencia. Ya no tenía importancia. Acercó las bellas tijeras hacia sí y empezó a cortar. No dolía, no había ningún tipo de dolor, y el sonido era exquisito. Al principio lo hizo con mucha calma, muy despacio, pues no estaba seguro de lo que estaba haciendo.

Podía estar jugando con fuego. Volvió a preguntarse a sí mismo si acaso no era todo una rabieta estúpida. Si merecía arriesgarse a cambiar su imagen tan solo por considerar que la vida era leve y sencilla, un paso a otro lugar en el que aprender montones de cosas de las cuales, la mayoría, acabarían para olvidarse. ¿De qué sirve la estética, entonces, si la carne se pudrirá antes o después? ¿Acaso se piensa, aprende y memoriza con la armonía de los rasgos faciales?

Volvió a cortar. Cuando aparecieron las primeras gotas de sangre se dijo que había ido demasiado lejos, que no tenía que estar haciendo eso, que podía estar aproximándose al desastre... Se miró a los ojos, desde el espejo que le devolvió sus iris de ámbar claro, y se dijo por qué lo hacía. Para demostrar que soy capaz de hacer locuras. Locuras que, además, pueden ser una estupidez.

Las cuchillas de la tijera bailaban sobre su piel, amaban su carne, y en la mente del chico empezó a sonar El Danubio Azul. Era un ritmo perfecto para el cortejo que estaba presenciando. Lo dirigía él, él era la mano que escribía lo que habría de pasar al instante siguiente. Otra lágrima de amapola sembró su piel, pero ya no había dolor. Estaba claro que no había que detenerse, ya había empezado, y no habría otro final que el que decidiese. Y ya lo había escrito.

Le picaban los brazos, y también la cara. Estaba dejando un rastro esclarecedor de lo que estaba haciendo, pero solo podía estar él en el baño. El cerrojo estaba echado, y nadie se iba a atrever a molestarlo. Ni siquiera su madre, que se moría de sueño, ni por supuesto su hermana, que dormía desde hacía rato.

¿Qué pasará cuando vean los demás lo que has hecho? Nada. Fue tajante consigo mismo. No había problema alguno, el cambio estaba hecho, y así seguiría, hasta perfeccionar su obra. Continuó sin vacilar. No tenía que esconder nada. Había querido probar y ahí estaba, experimentando, realizando gestos meticulosos y precisos. Descubriendo habilidades que ignoraba.

Lo mejor de todo, pensó, es que podía ir limpiándose a sí mismo. Desechar toda la basura acumulada en su mente, limpiarse de miedo. Cada gota de sangre que se dibujaba en su piel era un recordatorio ejemplar. La sorpresa inicial del corte provoca el escozor, pero si te das cuenta y piensas que es solo eso, un corte, el dolor desaparece o, al menos, cambia de bando y no te hiere. Descubrió que nunca había estado tan concentrado como ahora. En el espejo se veía serio y noblemente armado de resolución.

No habría nada que ocultar, no habría preguntas que responder. Estaba limpio, totalmente limpio, aunque temblaba ligeramente. A pesar de todo el tiempo que había dedicado a lo que acababa de hacer, aún podía ver alguna imperfección. No importa, se dijo, no importa.

Nunca antes una primera experiencia le había resultado tan excitante, satisfactoria y enriquecedora. Cogió papel higiénico y limpió todo lo que había salido por fuera de la pila del lavabo. Estaba un poco mareado. La luz le había estado entrando directamente a sus pupilas, vertiéndose como mercurio sobre un pozo oscuro e infinito. Además había habido algún que otro momento de tensión. También alguna de esas sorpresas de las que hablaba antes.

Lo limpió todo para no dejar rastros. Solo el resultado sería la manifestación de sus inicios. Era la primera vez que lo hacía, y lo había hecho bien. Todo había salido perfecto, en resumen. Se deshizo de su camiseta. Había algo en ella que le pinchaba, era molesto, le provocaba picor en la piel. Se lavó la cara, se refrescó, y luego se secó con una toalla que le trajo olores a infancia. Aprovechó para zambullirse de nuevo en la tela, y también percibió otros aromas. Olor a paja, como la de los campos del pueblo, y a una ligerísima humedad que tenía ese toque característico.

Cuando se dijo que ya era suficiente se sentó en el váter. Recordó a qué había ido, y cumplió su plan.

Al terminar volvió a limpiarlo todo, se lavó las manos, la cara de nuevo, y se miró. Estaba inspeccionándose en el espejo. Luego se dio la vuelta, apagó la luz antes de salir, quitó el pestillo y abrió la puerta.

La anaranjada luz de su flexo lo estaba esperando, igual que las últimas páginas del libro. Se fue a poner la camiseta que llevaba en la mano, pero se acordó de ese picor impertinente y decidió que dormiría desnudo. Nada más quitarse el pantalón cogió el móvil y puso el despertador, después se metió a la cama.

Se sentía bien, se sentía bien porque, sin haberlo planeado, había sido capaz de hacer una cosa en la que, por primera vez, ni le había temblado la timidez ni lo llamó a filas la vergüenza a fallar. Sí, se sintió contento a pesar de que pudiera resultar una estupidez, pero si nunca hubiese cogido esas tijeras y las hubiese acercado a su cara, nunca habría sabido que podía hacerlo por sí mismo.

Recortada y limpia, su barba parecía nueva.

5/29/2008

La sonrisa estaba a medias. Era en su rostro un trazo aleatorio, azaroso casi, entre la comprensión de lo que ocurre y la sordidez de lo que vemos. Una sonria que no era irónica, pero tenía matices fatales por su sinceridad. Una sinceridad que, por cierto, podría muy bien ser intrepretada como temor o vagancia.

Las ventanas estaban cerradas, y las persianas bajadas. Incluso había pasado las cortinas. Estaba mirando, bajo el umbral de la puerta, hacia el interior. Sabía que era perfectamente capaz de cerrar por fin, de olvidarse de todo. Tenía un poco de miedo porque podía dar la casualidad de que ese cerrojo, silenciado por su mano de una vez por todas, encadenase su existencia. Encadenarla a dudas y preguntas pendientes, la más terrible tortura.

Asió el picaporte con fuerza. Le sudaba la mano derecha y en el bolsillo le temblaban las llaves. ¿Sería capaz? Igual había sido demasiado optimista para con su propio valor. Se decidió y fue a cerrar la puerta. Con algún acecho de culpabilidad, que lo cubría desde su piel hasta los huesos, quiso devorar los rastros oscuros de ese lugar con la mirada. Puede que fuera una disculpa.

Sacó el manojo de llaves del bolsillo y metió la indicada en la cerradura.

- ¿Qué haces? - preguntó una voz a su espalda. No quiso volverse para responder pues la voz le sonaba familiar, ni enfrentarse a quien tenía tras de sí, ni a la verdad que ante él se iba cerrando como un círculo de fuego.

- Me marcho - contestó.

- Eso ya lo veo... - murmuró la voz - ¿Sabes una cosa? Del mismo modo que nadie se acerca a una fuente en la que no halla restos de humedad a su alrededor, nadie se detiene ante algo que está cerrado a cal y canto. Puede ser que, por algún motivo, la fuente que vemos rodeada de charcos no funcione en el momento en el que tenemos sed. Sin embargo, lo que es seguro, es que si vemos que todo está seco en torno a ella no nos detendremos para beber.

- ¿Y qué? - respondió algo dolido. Se estaba acercando demasiado a lo que le pinchaba en el corazón.

- ¿Qué clase de refugio crees que puede ofrecer una casa cerrada? ¿Qué posibilidades una fachada sin ventanas?

- Dime tú, que tanto sabes. ¿Dónde está el sentido en tenerla abierta si nadie llega?

No tuvo que pensarlo mucho. Era la pregunta que llevaba esperando y que, además, seguramente no era necesario responder. Aun así, lo hizo.

- Yo... Verás, no sé tanto. Solo te hablo de dar oportunidades. No de esperarlas furtivo y montaraz mientras das lo mejor de ti para preparar una gran cena. Come solo, bebe solo, reposa solo. No escatimes ni racanees porque... Bueno, en cualquier momento puede cruzar por delante alguien con hambre, o con ganas de hablar compartiendo vino. - Hizo una pausa en la que pareció masticar y saborear la siguiente frase - Por ejemplo yo, y ahora.

- ¡Qué casualidad! ¿Justo cuando cierro? - Ante la risa en la que se convirtió la voz no pudo sino darse cuenta de que nunca se sabía lo que podía pasar. Y que por ello no era sensato darle demasiada importancia a la espera, ni tampoco dejar de preparar lo que él consideraba manjares y que hacía con toda su dedicación.

Cesó la risa. Abrió la puerta, y se dirigió a su cocina. Sacó un vaso de cristal y una botella de vino. Siempre acababa por convencerse a sí mismo de que no cocinaba mal, de que tenía buen gusto, y de que creer lo contrario era una salida ruin, una huida miserable.

5/28/2008

Vienen y se van, repentinamente, alzándote por un instante sobre un precioso mar de nubes y, a veces, sumiéndote en la tormenta. Su llegada es rápida, un asedio fulgurante en el que apenas puedes darte cuenta de que habías bajado la guardia. Subes entonces, elevándote sobre ti mismo y sobre el tiempo, viviendo de nuevo.

Son segundos, o minutos, protegidos por burbujas de cerveza, en algunas ocasiones, o simplemente caminantes de la sed de alegría o calma. Generalmente traen la declaración de guerra que no podrás eludir por mucho que quieras, es así, llegan, ven y casi siempre vencen.

Puedes imponerte a lo que te obligan, puedes decidir no y decirlo, determinarte a saborear esos instantes, dejarte engañar porque, después de todo, no son tan ofensivos como parecen y, además, la vida sin emoción ni riesgo no vale nada. Vuelves, vuelves a las clases con los nuevos compañeros de ayer que son los viejos amigos de hoy. Reparas, tras comprobar de nuevo en tu carne su voz, en que no han cambiado nada. Y al mismo tiempo que a salvo por esa inalterabilidad, te sientes sacado fuera de ti. Porque sabes, de un modo u otro, que al menos algo sí ha cambiado. El tiempo, dicen, no pasa en balde.

Pero, ¿cada cuánto se pasea por algodón de vapor de agua? Así que no opones resistencia, tan solo un suspiro estoico que, en realidad, dista algo de la resignación. Luchar por la eternidad de lo amable es un gasto. Envejecemos, a pesar de ser aún jóvenes, y lo que nos da miedo es eso, que seremos viejos. Entonces estos momentos, como ahora en el que escribo, serán los nubosos y blancos paseos que, llegado el momento, siempre serán tormenta o regular chubasco.

Nos quedará entonces decir, tal vez para nosotros mismos pues nadie ya nos escuche a esas horas, que estuvimos vivos, que ahora lo estamos. Que hubo días en los que supimos que seríamos capaces de conseguir lo que deseamos de corazón, a pesar de no haber aparente progreso. Nos quedará decir que estuvimos, sin más, y pensaremos en si tal o cual habrá tenido ya hijos, o si fulano o mengano al fin estuvo en paz y obtuvo el crédito que de sí mismo se exigía para él.

Tan solo eso. Ver venir esos momentos igual que los vimos ir. Traídos sobre murmullos de leve frío azul. Llamándolos recuerdos.

5/27/2008

Ni siquiera me he puesto el pijama todavía. Estoy con los pies descalzos, cansado de tanto andar. Estoy aquí, posiblemente desnudo a pesar de la ropa, con el murmullo agonizante del ordenador violando el silencio y, seguramente, el sueño de mi familia. Pero sí, estoy aquí, aunque sea solo.

Me he dado cuenta de algo que creo importante: escribo más, y lo excuso hablando. Es decir, que hablo menos. Procuro que sea lo justo, para no quebrar los equilibrios, pero no sé si lo hago como procede. Me parece que me comunico mucho mejor así.

Estoy llegando a tal punto que empiezo a plantearme que sería feliz si no te importase escuchar mi voz solo de vez en cuando y, al mismo tiempo, poder bañar mis oídos en la tuya casi a cada instante. Me gustaría escucharte a todas horas, y yo hablarte desde mis ojos a los tuyos. Eso, ahora mismo, supongo que me encantaría. No tener que hablar. O, al menos, no hablar por hablar.

A lo mejor es temporal, pero puede que no. Cuando cojo confianza con la gente me suelto, y hablo casi hasta no callar. De cualquier tema, de lo que se me ocurra... Pero ya no tanto. Puede que sea porque me cueste adquirir esa confianza, porque siento que dentro del círculo más estricto y necesario de mi existencia está todo completo. Y, aun así, sigue habiendo hueco al sobresalto.

Tal vez debería silenciarme por completo, dejar de hablar, de los dos modos. De este y del tradicional, y dedicarme a hundirme en tus ojos, a levantarte las ojeras y llevar ese púrpura de cansancio a otro lugar. No sé, a tus labios trémulos que esperan. Bueno, que creo que esperan.
No me incomodará el silencio nunca, nunca más, mientras sepas que si callo es porque ahondo en tus entrañas, a ver si en algún jadeo, en alguna exhalación, me tropiezo con tu alma. Y espero poder mirarla entonces, cuando eso ocurra, y que no haga falta nada más. Estoy seguro de que tampoco querré hablar en ese momento.

5/26/2008

No podía comprender, en las mañanas de invierno, secas y frías y de aire cortante, cómo llegaría el sol a ejercer su poder. No podía comprender cómo el viento de cuchilla podría convertirse en el conjunto de aromas que es ahora. Trataba yo, en mi cabeza, de volver a lo que estaba por venir a través de cómo lo recordaba. De cómo lo recuerdo. Y no podía entenderlo.

Me veo, si giro un poco la cabeza y miro por encima de mi hombro, caminando algún jueves volviendo a la habitación, yo solo a pesar de que hubiese gente. Sintiendo en la nuca un sol blanco, y el cielo tapizado de un azul potente, con una cierta profundidad.

Pensaba, y aún lo hago, en cómo se renueva lo viejo, cómo se da paso a lo nuevo. La sensación de tener el alma desnuda, borracha de preguntas que no puede responder. Hacía mucho que no me veía en este sitio, otra vez, caminando hacia algún lugar que ignoro, buscando algo de paz. Se me retuercen las dudas en torno al cuello, y en las miradas fijas hacia mis ojos me parece tener claro que todos ven lo que ocurre en mí, excepto yo mismo.

No podía comprender, pues, cómo la primavera gana en sus atardeceres tibios la precipitada oscuridad de diciembre, y me parecía imposible que pudiese cambiarse el vaho por las camisetas de manga corta. Siempre me pasa igual, cada año es lo mismo. Igual que no lo comprendía antes, sigo sin entenderlo ahora.

Como aquel que en mi habitación me dejaba a solas, respetando mis silencios, compartiendo voz de vez en cuando. Ese que dejó de ser aquel. Sigo sin comprender cómo las estaciones cambian, e ignoro el proceso por el que vives con un compañero y, al marcharte, dejas a un amigo.

Pero eso no importa, porque nada permanece del todo. Mis brotes de hoy acabarán por crujir, bajo las suelas del tiempo, en los adoquines de mi ser.

5/22/2008

En un error de cálculo me he arrancado la uña de uno de mis dedos del pie. Se ha quedado solo la raíz, y ahora el pobrecito llora. Aún lo está haciendo, aunque de manera discreta. Cuando roza con el calcetín, o con la puntera de la zapatilla, me envía punzadas de rencor. Duele, pero poco. Como no me apetecía que la herida pudiese infectarse, y como ya lo tenía previsto por cosas del calor y distintos eventos de esta noche, me he metido a la ducha.

El chorro poderoso de agua caliente y fría, más caliente que fría y por eso no era tibia, ha ido a dar de lleno en la herida recién hecha. Un cálculo perfecto, no por mi parte, sin duda. Un destellito rápido con fin de reproche y la sangre disolviéndose en el agua. Tan poca había que ni siquiera se ha notado cambio de color, y por eso me ha costado creer que antes tuviese el dedo en una gota de amapola.

A mitad de la ducha, por algún cálculo erróneo o algo así, se me ha caído la manguera, o como se llame lo que conecta con la alcachofa, al fondo de la bañera. No tiene nada de especial algo así, pero luego, al fijarme, he visto que la forma era la de un corazón. No un corazón propiamente dicho, sino más bien como los de esas galletitas de hojaldre con azúcar por encima. Princesitas, creo que se llaman, y son deliciosas. En un razonamiento imperceptible con un cero de error, la memoria me ha ido a un nombre al ver la forma de ese ¿cable? y también al paladar.

Tras reflexionar sobre el error de cálculo para con la uña y la casualidad de las geometrías aleatorias, me he dado cuenta de que yo también soy un error de cálculo. Tengo plena consciencia de ello, y mi madre me lo cuenta como una anécdota. A mí, sin duda, me parece gracioso. Ni ella ni mi padre calcularon lo que pasaría en caso de errar en sus predicciones. Yo fui lo que pasó. Seguramente mi madre piense que es, junto con mi hermana, el mejor error que ha podido cometer. Aunque trajese ecuaciones implícitas y, por cierto, para toda la vida. Su vida, que se agota por ello.

Así que, partiendo de ese punto, puedo asegurar que no elegí mi manera de interpretar las cosas, y que si no estoy loco es porque, gracias a dios, no soy demasiado cuerdo. Mi brutal afición por las palabras, mi afán de y por escribir y la forma o modo en que lo hago... Todo, todo puede ser un error de cálculo. A lo mejor terrible, y no descarto que con ciertos visos de fatalidad.

Pero, sea como sea, y que sea como quiera ser, es mi fantástico error. Mi sangre, la magia que veo en casi cualquier geometría y en todo momento, la memoria siempre nueva en la sensación de crear un texto, sin importar tipo ni forma... Estoy seguro de que nunca me alegraré tanto de ser descuidado como soy, ni de errar como fuera que lo hice para estar ahora donde estoy.

En el centro de toda mi amable equivocación.

5/21/2008

Ayer estaba en un sopor terrible, de pena y tedio, que me tragaba el alma como las arenas movedizas fagocitan una vida. Me quedé sin aire caliente bajo las alas. Ayer te encontré ahí.

Esta noche he tenido un sueño fantástico, maravilloso, dulce, alegre, renovador, que me ha hecho tanto bien como un incendio al Fénix. Y ahí has estado tú.

Por la mañana me he encontrado en un estupor magnífico, dichoso, eufórico, y me he creído sal jugosa en la espuma de las olas del mar o, si no, romero o basto espliego de los montes rudos y pardos del Prepirineo aragonés. Aquí también te he descubierto.

Y ahora, ahora mismo, te siento a cada instante. Porque desde ayer a esta parte he pasado por todos los estados de la existencia, y en ninguno sin encontrarte.

Por eso, ahora, estás tú.

5/20/2008

No hay pasta de dientes en el baño, la cama está sin hacer, con ropa y libros por encima y entre las sábanas, y el escritorio está asediado por objetos de distinta índole y semántica dispar. Desde el ordenador escapan músicas extrañas, tétricas incluso pero realmente melódicas, que le embargan la consciencia y lo van llevando lejos. Se está dejando solo.

Los ojos le pican del humo del incienso, blanco y caprichoso, que ha levantado brumas entre la pantalla del ordenador y él. Las volutas densas, casi sólidas, de geometrías amables al encadilamiento, ha tenido que apartarlas con la mano igual que se aparta lo insistente y molesto. Pero aunque el gesto fuera el mismo la emoción era otra.

Ya no le duele la cabeza por el olor penetrante y dulzón, solo le palpita la sangre, y a lo mejor el alma, en las venas contra los huesos. Mientras, se va volando con la música y se meten sus supiros por entre sus dedos y de las teclas suben a no sé sabe dónde. Sus ojos se desvían hacia la ceniza acumulada de días, la ceniza cilíndrica de las delgadas barritas, amontonada en pequeños canutos. Parece un cementerio gris sobre una canoa de madera roja, que es la tablita donde se sujeta el incienso.

Mañana lo recogerán todo, porque toca limpieza, pero no podrán llevarse lo que se queda. El rastro poderoso y residual de la soledad que lo acompaña, que lo ve salir y lo espera llegar. Porque le ha dicho que aún le queda un poco para comprenderse del todo, para comprenderla a ella también. Le ha prometido, de todas formas, dejarlo en paz cuando lo logre, porque en el momento en el que eso ocurra ya no habrá molestia ni incomodidad posible.

Se van conociendo más, mientras hablan en silencio y él se pregunta cosas. Cosas que luego escribe, que no se han de marchar, y que estarán con él siempre. Está solo y ya no le duele. Prefiriría cierta compañía, pero no se angustia porque haya de esperar hasta tenerla. Se va sintiendo cómodo y tranquilo, porque ha descubierto que vale más comprender que ser comprendido.

La piedra del mechero rasca el aire arrancándole una chispa de pasión. El gas envuelto en calor se aproxima, de nuevo, hacia el extremo alargado y delgado de otra barra de incienso.

5/19/2008

Así que lo tienes decidido. Tú, tú lo tienes claro y estás dispuesto a intentarlo. Incluso a conseguirlo, ¿eh? El mismo chaval que en el sol vespertino de la primavera, ese que contrasta con nubes oscuras y lejanas colocadas frente a él, se siente a salvo, seguro. Ese que incluso piensa que el astro rey le acaricia la cara con más calidez que a otros, y lo piensa así porque siente la naturaleza con toda su fuerza.

Ese eres tú, ¿no? El que se mira los ojos cuando les da la luz, para ver cómo reviven sus iris que él aprecia anaranjados y fijarse en el empequeñecimiento repentino de sus pupilas. El mismo, el mismo que viste y calza. Eres él. Y estás decidido. Pero, ¿totalmente seguro? Seguro. Ya lo veo.

No sé, me la juego a pensar a que te nutres de historias. Lo haces, ¿verdad? Te emocionas y sonríes si ves a un padre besando en la mejilla a su hijo, tú que estás ausente de paladar en ese sabor. Te excitas de sonrisa cuando ves a dos amigos abrazarse, o si tu vista alcanza a cazar, en su acecho involuntario e inevitable de momentos, el roce furtivo de dos personas que se quieren. Porque estoy convencido de que es eso lo que ves, que se quieren.

Que se quieren por encima de todas sus dudas, igual que tú la quieres a ella e igual que quieres conseguir lo que te has propuesto. Tú, pequeño, o pequeñito pues así te canta desde sus labios, grandísimo loco. Y así esperas. Pero esperas haciendo, ¿no? O sea, que tú no estás viéndolas venir, ni pasar, ni nada de eso. Ah, entiendo.

¿Y si tus manos se cansan de acumular historias? ¿Si se astillan los navíos de ilusión que vas lanzando a la mar, soplando desde lo profundo de tu corazón, desde lo que amas con todas tus fuerzas? Sé que sabes que no lo harán, porque estás decidido. Es verdad, no lo harán por eso. Pero no puedes evitar que te duela el mutismo del teléfono, o que cuando se decide a quebrar su huelga de silencio sus gritos no tengan el nombre amado, desconocido, pero enloquecidamente deseado.

Ese eres tú. El mismo que se acaricia la barba mientras la recorta un poquito con las tijeras, que se mira para intentar ver algún defecto más y que cuando lo encuentra se dice que, bueno, que incluso se ve guapo. Gracias por la parte que me toca.

Así que nada más, ni nada menos. Estás loco y convencido. Tanto que seguro que escribirás esto y sonreirás mientras lo hagas, y te acordarás de cómo el sol te besaba las mejillas y la barbilla, y los ojos por dentro se volvían de naranja y de rojo, todo eso porque te alumbraba de lleno. No sé si llegarás a estremecerte de nuevo al sentir el calor que volverá a tu memoria, pero apuesto lo que sea a que suspirarás al ver en la mirada de ese hombre respirar el beso que su hijo le ha devuelto.

Porque eres así, un iluso, que además sabe que lo es pero prefiere que lo llamen soñador. Un niño que quiere ser escritor, y se cuestiona muchas cosas, y descubre siempre las mismas y otras nuevas, cuando se mira cara a cara en el espejo. Sí, en el espejo, igual que ahora.

5/17/2008

Mientras moldeo tu cuerpo acostado sobre mis rodillas, en la soledad absoluta de la sala, pierdo mi vista en la pantalla estática de sueños, blanca, pura de luz, y la música suena en otro plano. Pienso, pienso mientras creo que duermes, que cuanto necesitamos es un cómplice, un apoyo en el cual delegar los apuros del alma. También darle cansancios al cuerpo, sudores a la piel, enredos a las sábanas.

Me fijo en tu rostro con el cálculo del arquitecto y, con afán de cantero, trazo concienzudamente formas en tu pelo. Estás hermosa, y tus ojos negros. ¿Si solo es esto? Si puede que lo que se requiera y lo que se deduzca de todas las cuestiones no sea más, ni tampoco menos, que el hecho de saber que en otra persona podrás lavar de marcas tu conciencia, y darle resposo al espíritu.

A lo mejor te preguntas por qué no hablaba... Porque habría sido mucho mejor escribirlo, y no podía. Me zambullo, taciturno y serio, en el agua balsámica de tu mirada y, entonces, sonrío. No estaba previsto, ha sido eso. Por ahora te marchas, te veo ir, subiendo las escaleras, y como un centinela me quedo a la espera de que tu cuerpo se oculte tras las paredes, hasta que vuelvas a tu casa.

Que por qué no he dicho nada, me repito. Porque cogía el aire de tu silencio, respiraba ahí, mientras descansabas sobre mi pecho. Sobre mi pecho antes de irte, luna perfecta, y yo ahora pienso que cuanto he dicho es cierto. Que esto está bien. Que en ti me apoyo, en ti delego.

Por eso callaba, porque poner voz no hacía falta.

5/15/2008

¿Aplastarás esa fruta joven entre tus dedos? Amargarás la sangre del árbol, la tierra agria de dolor tal vez lo castrará para siempre. ¿Ahogarás tus manos en su rojo jugo vital? Morirás la vida de su savia, las hojas verdes, las flores blancas. ¿Querrás dejar el óseo corazón a la intemperie, en la herida marcada de tu impaciencia?

Verde el cuerpo aún en tramos, retazos de niñez, y el ansia de estar completa para estallar en tu boca. Todo, todo desharás voraz y salvaje, obligado por un instinto brutal que te hará merecedor de todas las condenas.

Humana bestia, maldita figura que la lluvia ha de odiar, partiste en dos la magia de la primavera. Aléjate si sientes vergüenza, márchate ya si eres aún un hombre. Deja que la vida se arregle a sí misma, que se repare.

Vete, sin más vete y no mires atrás. No vuelvas a fijarte en la fruta caída, a la que culpaste eludiendo tu culpa. Déjala alimentar el suelo, mientras cicatriza de nuevo en algún futuro fruto, en alguna a la postre flor.

Que la abandonas agujereada y mordida como un corazón. Pobre cereza, pobre vicio pasional y tentador. ¿Dolor de amor? Benditos, pues estamos vivos. Que la abandonas, la abandonas... Mas olvidarla nunca podrías.

5/14/2008

Prométeme que escaparás de estas líneas antes de que sea demasiado tarde. Yo estaré atrapado entre las frases absurdas de esas encuestas que lo son más todavía, o esperando al autobús en una marquesina mal diseñada por la que se colará todo el aire gélido en invierno y se desparramará el sol en el verano.

Dime que puedo confiar en ti y que te habrás ido antes de que sea demasiado tarde, es la única manera, solo así podré preservar lo poco que tengo y seré libre de atesorar palabras que luego aventaré al horizonte, aireando mi recuerdo y así, a lo mejor, podré limpiar la memoria.

Si no lo haces nos estarás condenando, a ti sobre todo. Puedes llevarme contigo, si quieres, mientras cuanto soy se va esfumando como si mi identidad fueran las burbujas de esas medicinas efervescentes. No sé qué más decir, que me puedes encontrar en esos formularios absurdos, y en los renglones de las conversaciones que cogerás en retazos perdidos, y que harán en ti, y de ti, un mosaico de historias mezcladas.

Yo soy como esas historias, un rompecabezas cuyas piezas cambian y que su dibujo se altera en función de algo que resulta totalmente imprevisible. Si has llegado hasta aquí debes saber que a ambos nos queda muy poco, si te has ido antes no serás consciente del favor que te debes.

No obstante, si has desoído todos mis consejos, todas mis recomendaciones, te adelanto que en esta línea no hallarás ni una más, ni tampoco una súplica. Pues acabas de meterte en mí, bien adentro, y yo aprovecharé para devorar tu pensamiento, sin que ninguno de los dos lo sepamos, hasta que me convierta en ceniza y haya incendiado cualquier atisbo de razón.

El bus no llega, el sol calienta y a un metro de la carretera baila suspendida una niebla sinuosa. Parece que tras ese punto lo que viene se avecina sumergido en agua. Una conversación aquí, un formulario sobre mi escritorio, y mientras lo veo sé que nadie hará caso de mis respuestas.

Otra historia que se precipita hacia el núcleo arremolinado de lo que podría ser considerado un huracán. Y junto a él estás tú, intrépido lector, que te has dejado seducir, o a lo mejor engañar, por estas confesiones. No sé si pueden llamarse de otro modo.

Quizás haya estado equivocado y ahora mismo seamos libres, lo cual suena muy bien.

5/13/2008

El domingo por la noche volvía a casa después de cerrar un asunto urgente y muy importante. Un mar turbulento que, al fin, llegó calmo a las playas que mis brazos abren hasta mi pecho, donde sus labios reposaron. Desde los acantilados de sus ojos asomó espuma de la tormenta, pero no llegó a mezclarse con mi arena.

Volvía a casa con ese mar dormido, largo y extenso, como una plataforma de azabache, cortada por un hilo de plata y luna llena. Los abrazos lo curan todo.

La noche era templada, no llegaba a cálida todavía, y yo estaba a punto de cruzar un paso de peatones cuando escuché a una niña decirle a su madre que el niño estaba llorando. Se volvieron las dos mujeres que había de inmediato, y una de ellas, presumiblemente la mamá, se dirigió al chico en un idioma extranjero.

Reduje mi velocidad y me quedé a medias expectante a medias avanzando, pensando en que alguien debería decirle a ese niño que llorase, que se dejase llevar. Decirle que si de corazón se llora es porque el llanto calamará la sed, las inquietudes, del alma.

Porque el motor del pecho también se cansa a veces, y es necesario sollozar de hondo, con el aire faltando a los pulmones y sintiendo esa ligera presión en el estómago, para que todo vuelva a su cauce. Seguí pensando en ello, en acercarme y mirar al niño de frente y decirle ven, vamos, llora, apóyate en mí y yo en ti, y compartamos nuestras lágrimas.

En decirle quédate tranquilo, que a veces es necesario dejarlo así, que siga corriendo, para que ni las mejillas de nuestro rostro, ni el suelo, ni tampoco el cielo o los árboles, se olviden de que somos lo que somos. Podría habérselo dicho a la mujer que la chica llamó mamá, para que se lo transmitiera al niño.

¿Pero cómo decirle algo así a un adulto y esperar que lo comprenda? Así que seguí mi rumbo a casa, rumiando mis ensoñaciones, deseando que ese niño llorase hasta quedar dormido y nuevo, con la fuerza de saber que está ahí, que no es malo que lo haga, que llorar es necesario.

Ahora, mientras escribo esto, pienso en cuánto me habría gustado arrodillarme ante aquel chico, que ahora vive en mi ciudad, con su llanto, a lo mejor, de añoranza, y haberme dejado cobijar por él, y él por mí.

Porque da la casualidad de que los abrazos lo curan todo. De que son capaces de apaciguar un mar embravecido.

5/12/2008

Mientras me deslizaba sobre las venas grises, su tejido de asfalto, y los campos imploraban regalo de agua a las nubes de tormenta a derecha e izquierda, me he acordado de algo.

Lo vi ayer. Acompañado de dos personas más mayores que él. Posiblemente sus padres. Me fijé en sus zapatos, en su forma de andar. Quería ver si las puntas tenían algún testimonio, alguna crónica de alguna lucha, o de la lucha de todos los días. Intenté ver, y no pude.

Al pasar a su lado volví a intentarlo. "A ver si están desgastadas, a ver qué me dicen", pero no pude. Buscaba algo así porque ese hombre, ya adulto, solo podía caminar arrastrando los pies. Iba a remolque de un aparato de hierro, o acero, con ruedas en la base. Ahí, sobre una barra horizontal, depositaba su peso con las manos, asiéndose férreo y firme, con su voluntad y condición humana apretadas fuertemente por unos nudillos ya pálidos de esfuerzo, hueso a través de la piel tensa.

Cuando lo rebasé solo me quedaba lo que mis oídos pudieran decir de lo que ellos sí podían, todavía, ver. Una cadencia continua, casi agónica y, sobre todo, miserable, que ahora habla, en mi memoria, sobre frases de lucha y seguir adelante.

Son muchos los que pueden verse así... ¿Con qué derecho, pues, podría yo plantearme el detener mis pasos? ¿Cómo no sentir que Dios les debe algo, y cómo no agradecer, de manera profundamente sincera, poder andar por mí mismo, sin tener que llevar unos pies ahorcados de unas piernas que, a lo mejor, tal vez nunca llegaron a sentir vida en sus nervios?

¿Cómo no pensar, de algún modo, que yo también les debo algo? Aunque no los conozca de nada, aunque no sepa quiénes son. Creo que nunca se sabe qué sienten, qué piensan o qué aseguran cuando ven, en el caso de que sean capaces de entenderlo, a alguien cuyo cuerpo funciona sin rechistar. Tal vez que nunca sabrá lo que ellos sienten; a lo mejor admiración; igual una dolorosa y comprensible envidia.

Quién sabe si sueños cuya pasión adolescente, su máximo esplendor, ve su tiempo en ese breve lapso en el que cogen aire y dan un ruidoso y torpe paso. Pero uno más, siempre un paso más... Y luego sudor. No sé qué es lo que sienten, y reconozco que espero no saberlo nunca.

También me pregunto si con no rendirme, si con no dejar de avanzar, de alguna manera, rindo tributo a su heroísmo.

5/11/2008

Lo encontré en la puerta de mi casa. No sé quién lo dejó ahí, ni por qué. Tampoco lo pregunté. Cuando pasé al lado de aquellas escaleras que daban al portal me arrancó del mundo un estridente grito de supervivencia. Algo se revolvía en un montón de cosas que, en un principio, no quise preguntarme qué serían. Hacía bastante frío. El sonido brutal no cesaba. Por un momento deseé que callase, y esperé que no durara mucho porque si no no podría dormir en toda la noche. Vivo en el segundo piso.

Al acercarme un poco más, curioso, me di cuenta de que había algo. Los movimientos eran impulsivos, como de algo o alguien que no es muy consciente de lo que es o tiene. Me agaché para mirar más de cerca y calló. Sentí miedo. Mis manos se precipitaron sobre ese montón de lo que fuera, y mi corazón se detuvo un poco, quedando suspendido en algún latido que, aún hoy, tengo pendiente. Necesitaba escuchar de nuevo lo que a todas luces era un llanto.

Revolví con mis manos, y ante mí apareció una criatura que difícilmente llegaría al año y medio de vida. Era pequeño, el cuerpo era pequeño y frágil, y estaba ligeramente azulado. Por el frío, seguro. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí? Lo cogí entre los brazos. Muchas ideas se dieron cita en mi cabeza en ese instante, tantas que hasta me entró calor y el aire no me salía por la boca. Se enrarecía en mis pulmones a cada segundo. Lo miré a los ojos. Estaba trágicamente dormido, me asusté. Era mío, mío. Aunque no supiera de quién.

Pasaron los años y fue haciéndose mayor. Crecía a un ritmo normal, pero los inviernos eran siempre muy duros. Como si su pequeña y joven memoria volviera de nuevo a ese sitio que no podía recordar pero que estaba muy cerca. La sensación de miedo que pudo tener, aun inconsciente, no se separaba de él. Todos los atardeceres precipitados de enero y diciembre se acostaba en el sofá, a mi lado, mientras yo leía. O en el diván del estudio. En cualquier lugar donde yo estuviese. No lloraba, no gritaba, pero seguía reivindicando su derecho a vivir. Respiraba fuerte mientras dormía. Como en lucha. Solía tener pesadillas, solía despertarse temblando.

Pero cuando yo me acercaba a ver qué era lo que pasaba, súbitamente, paraba. Su cuerpecito, ya de unos dos años y medio o tres, se relajaba. Mi pequeño se relajaba. Confiaba de nuevo en mí, volvía a recordar que estaba protegido. Que no hacía frío, que pronto llegaría la primavera. Siempre hacía lo mismo, dormía antes de la cena para que yo lo despertase antes de irme a cocinar. Le gustaba verme, me gustaba que me viese, que me preguntara cómo se hacía una u otra cosa. Crecía tan rápido...

Cuando llegó a los siete años nos dimos cuenta de que había algo más. No era solo mi hijo, también mi amigo. Lo cierto es que nunca le dije nada de él, tampoco le mentí, pero creo que no hizo falta. Se dice mucho más cuando se calla. Al menos en muchas ocasiones. Un día lo llevé a mi pueblo, a este mismo lugar. Eran primeros de marzo. Le encantaba ese mes, la primavera en ciernes. Un día me preguntó cuándo nació, y yo le dije que cuándo lo creía él. Me dijo que le encantaba este mes, sobre todo cuando se juntaba con abril. Eligió un día al azar de marzo, y ese fue su cumpleaños.

Volvimos para celebrarlo. Unas semanas después. Ya había alguna flor valiente que asomaba desde la hierba fresca, niña de verde, que se sacudía el invierno y se adornaba con perlitas de rocío, que duraban poco ante la pasión del sol. Esto fue hará unos tres años. No sé si tenía ya diez, a lo mejor once.

Nunca lo vi dejar de disfrutar. Le gustaba tanto el ciclo de las plantas, el del renacer, que acabó por inundar la casa de macetas. Si vienes algún día verás que parece una selva, o un vivero, o algo así. Él mismo se sentía como un árbol. Vulnerable y a la espera en el frío ocaso del año, vigoroso y potente en las luces de ámbar y los destellos de esmeralda. Adoraba los primeros brotes, y los mimaba con la misma dedicación que yo a él. Pero no solo eso, sino que trataba de educarlos, les hablaba, y con sus propias palabras se educaba a sí mismo. Una vez escuché que le decía a un pequeño brote que en unos meses moriría, que caería a la tierra tras un periodo de esplendor, y luego pasaría a formar parte de la tierra de la que él salió, de la que se construiría el futuro de la planta en la que vivía.

Era increíble. Leía mucho, creo que porque me veía leer mucho a mí también. Y escribir. Alguna vez le dejaba leer lo que yo escribía. Pero pocas veces, porque cuando mayor era mi motivación era cuando lo tenía dormido a mi lado. Me daba fuerza y confianza.

Este último invierno fue muy duro. Mucho más que cualquier otro. Tosía con mucha fuerza y había un sonido aciago cuando lo hacía. Se tapaba siempre la boca con la mano y nunca me dejaba ver qué pasaba. Aunque yo pudiera leer en sus ojos frases que bailaban en agua. ¿Has visto alguna vez cómo danza la arena del fondo de un río?

Estaba agotado y dormía más de lo normal. En enero los dos sabíamos qué era lo que había. Me lo decía sin hablar, me lo confesaba si me acercaba, en absoluto silencio. A pesar de todo siguió cuidando de las plantas, abriendo la tierra para que se oxigenase, abonando la futura primavera. Ahora la casa es un habitáculo de jade.

Me dijo que lo llevase en primavera. Le costaba mucho esfuerzo andar. Sabía adónde quería que lo llevase, y hace un año, a finales de marzo, lo traje aquí. Las nubes eran negras y grises, telas metálicas de ágil movimiento, que cubrían los cerros y seducían las colladas. Los campos, que acababan su gestación de meses, iluminaban a pesar de no haber luz.

Nos sentamos aquí, aquí mismo. Él donde estoy yo, yo a su derecha. Se apoyó en mí y me dijo que estaba cansado, pero que merecía la pena observar cómo la tierra no abandonaba, no se dejaba ir. Él era también la tierra, en sí mismo, que no se dejaba llevar por costras de frío y hielo. Me miró y me dijo algo que no llegué a entender, lo miré y sonreía. Me pidió que descansase, que no me preocupase. Ahora cuidaré yo de ti, me susurró, y cerró los ojos. Desde entonces las noches echan de menos dos estrellas.

¿Entiendes ahora por qué me duele el frío, por qué me da miedo el invierno?

5/04/2008

Continua y suave, constantemente discurriendo sobre los cuerpos expuestos. Deshaciéndose de lo muerto, reconciliando lo nuevo y lo viejo. Mientras escucho me dejo llevar hacia otras calles, a otros rincones que mis pies conocen bien, y también a otros que son favoritos de mis manos.

Escucho cómo el ciclo de revitalización se prodiga en sus sonidos y conquista mi olfato. Huele la piel de la tierra, su corazón, y las plantas y las hierbas también vuelan en vigor de clorofila y verde oscuro y otro brillante, según imperen sombras o emisarios erguidos, tiesos de acero, de la luz en el jardín.

La noche cerrada de nubes negras, risa de esperanza al crepitar característico, único, al burbujear fugazmente. Derramando un llanto que es una melodía.

Afuera llueve.