5/13/2008

El domingo por la noche volvía a casa después de cerrar un asunto urgente y muy importante. Un mar turbulento que, al fin, llegó calmo a las playas que mis brazos abren hasta mi pecho, donde sus labios reposaron. Desde los acantilados de sus ojos asomó espuma de la tormenta, pero no llegó a mezclarse con mi arena.

Volvía a casa con ese mar dormido, largo y extenso, como una plataforma de azabache, cortada por un hilo de plata y luna llena. Los abrazos lo curan todo.

La noche era templada, no llegaba a cálida todavía, y yo estaba a punto de cruzar un paso de peatones cuando escuché a una niña decirle a su madre que el niño estaba llorando. Se volvieron las dos mujeres que había de inmediato, y una de ellas, presumiblemente la mamá, se dirigió al chico en un idioma extranjero.

Reduje mi velocidad y me quedé a medias expectante a medias avanzando, pensando en que alguien debería decirle a ese niño que llorase, que se dejase llevar. Decirle que si de corazón se llora es porque el llanto calamará la sed, las inquietudes, del alma.

Porque el motor del pecho también se cansa a veces, y es necesario sollozar de hondo, con el aire faltando a los pulmones y sintiendo esa ligera presión en el estómago, para que todo vuelva a su cauce. Seguí pensando en ello, en acercarme y mirar al niño de frente y decirle ven, vamos, llora, apóyate en mí y yo en ti, y compartamos nuestras lágrimas.

En decirle quédate tranquilo, que a veces es necesario dejarlo así, que siga corriendo, para que ni las mejillas de nuestro rostro, ni el suelo, ni tampoco el cielo o los árboles, se olviden de que somos lo que somos. Podría habérselo dicho a la mujer que la chica llamó mamá, para que se lo transmitiera al niño.

¿Pero cómo decirle algo así a un adulto y esperar que lo comprenda? Así que seguí mi rumbo a casa, rumiando mis ensoñaciones, deseando que ese niño llorase hasta quedar dormido y nuevo, con la fuerza de saber que está ahí, que no es malo que lo haga, que llorar es necesario.

Ahora, mientras escribo esto, pienso en cuánto me habría gustado arrodillarme ante aquel chico, que ahora vive en mi ciudad, con su llanto, a lo mejor, de añoranza, y haberme dejado cobijar por él, y él por mí.

Porque da la casualidad de que los abrazos lo curan todo. De que son capaces de apaciguar un mar embravecido.

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