5/30/2008

No cenó, tomó un vaso de leche mientras veía la televisión. Momentos después de acabar, tanto su vaso de leche como el programa de telivisión que se enganchó a ver, pensó en lo bien que se estaba suspendido en esa inactividad. Las zapatillas de estar por casa se le habían caído, y los pies descalzos retozaban con el protector del tapizado del sofá. Era una sensación agradable, de frío y calor al mismo tiempo.

Se estiró, apagó la tele y se llevó el vaso vacío con restos de cacao, en realidad era una taza roja con un ratón blanco dibujado, y los papeles de las madalenas hacia la cocina. Cada cual tenía un destino ya fijado, el suyo era irse a dormir. Entró a la cocina sin encender la luz, llevaba varios minutos, posiblemente horas, caminando entre sombras. Profundas y oscuras existencias que gritaban sordas en sus oídos. Pero la sangre no le hervía, tenía decidido qué era lo que iba a hacer. Acabaría de leer el libro que tenía esperándolo en la almohada de su cama y, después, se dormiría.

Antes de irse a su cuarto se metió en el baño. No lo tenía pensado, pero decidió que masturbarse antes de dormir era, siempre, una agradable y recomendable práctica. Sin embargo algo lo distrajo de su plan. Ahí estaban, discretas, con sus agarres negros y redondeados de plástico duro y sus hojas brillantes, cromadas casi, que reflejaban la determinación de su existencia.

Las cogió contemplándolas, y las acercó a su piel como para preguntarles desde ella. Al principio no ocurrió nada, pero luego lo hizo. Separó sus dedos pulgar e índice de la mano derecha, y luego los cerró de nuevo. Nada. Pero porque no estaba lo suficientemente decidido ni lo necesariamente próximo al objetivo. Se preguntó a sí mismo si tenía miedo de algo, y se sorprendió al emitir un rotundo no.

Se dejó llevar. Se olvidó del libro que tenía por leer, de la hora que era, de que debía irse a dormir, de que podía estar arriesgando demasiado. Al principio lo sedujo el sonido corto, repentino, que representaba algo muy claro. No hay marcha atrás, si lo haces, lo habrás hecho... Por un instante pensó en si debía arriesgarse, podía írsele la mano, resbalar de la cuerda de funambulista sobre la que se desplazaba.

Comenzó a saltar sobre sus pensamientos. Tenía la mente dolorida y el corazón dolido. No comprendía o, según pensaba, sí lo hacía y era eso lo que laceraba su consciencia. Ya no tenía importancia. Acercó las bellas tijeras hacia sí y empezó a cortar. No dolía, no había ningún tipo de dolor, y el sonido era exquisito. Al principio lo hizo con mucha calma, muy despacio, pues no estaba seguro de lo que estaba haciendo.

Podía estar jugando con fuego. Volvió a preguntarse a sí mismo si acaso no era todo una rabieta estúpida. Si merecía arriesgarse a cambiar su imagen tan solo por considerar que la vida era leve y sencilla, un paso a otro lugar en el que aprender montones de cosas de las cuales, la mayoría, acabarían para olvidarse. ¿De qué sirve la estética, entonces, si la carne se pudrirá antes o después? ¿Acaso se piensa, aprende y memoriza con la armonía de los rasgos faciales?

Volvió a cortar. Cuando aparecieron las primeras gotas de sangre se dijo que había ido demasiado lejos, que no tenía que estar haciendo eso, que podía estar aproximándose al desastre... Se miró a los ojos, desde el espejo que le devolvió sus iris de ámbar claro, y se dijo por qué lo hacía. Para demostrar que soy capaz de hacer locuras. Locuras que, además, pueden ser una estupidez.

Las cuchillas de la tijera bailaban sobre su piel, amaban su carne, y en la mente del chico empezó a sonar El Danubio Azul. Era un ritmo perfecto para el cortejo que estaba presenciando. Lo dirigía él, él era la mano que escribía lo que habría de pasar al instante siguiente. Otra lágrima de amapola sembró su piel, pero ya no había dolor. Estaba claro que no había que detenerse, ya había empezado, y no habría otro final que el que decidiese. Y ya lo había escrito.

Le picaban los brazos, y también la cara. Estaba dejando un rastro esclarecedor de lo que estaba haciendo, pero solo podía estar él en el baño. El cerrojo estaba echado, y nadie se iba a atrever a molestarlo. Ni siquiera su madre, que se moría de sueño, ni por supuesto su hermana, que dormía desde hacía rato.

¿Qué pasará cuando vean los demás lo que has hecho? Nada. Fue tajante consigo mismo. No había problema alguno, el cambio estaba hecho, y así seguiría, hasta perfeccionar su obra. Continuó sin vacilar. No tenía que esconder nada. Había querido probar y ahí estaba, experimentando, realizando gestos meticulosos y precisos. Descubriendo habilidades que ignoraba.

Lo mejor de todo, pensó, es que podía ir limpiándose a sí mismo. Desechar toda la basura acumulada en su mente, limpiarse de miedo. Cada gota de sangre que se dibujaba en su piel era un recordatorio ejemplar. La sorpresa inicial del corte provoca el escozor, pero si te das cuenta y piensas que es solo eso, un corte, el dolor desaparece o, al menos, cambia de bando y no te hiere. Descubrió que nunca había estado tan concentrado como ahora. En el espejo se veía serio y noblemente armado de resolución.

No habría nada que ocultar, no habría preguntas que responder. Estaba limpio, totalmente limpio, aunque temblaba ligeramente. A pesar de todo el tiempo que había dedicado a lo que acababa de hacer, aún podía ver alguna imperfección. No importa, se dijo, no importa.

Nunca antes una primera experiencia le había resultado tan excitante, satisfactoria y enriquecedora. Cogió papel higiénico y limpió todo lo que había salido por fuera de la pila del lavabo. Estaba un poco mareado. La luz le había estado entrando directamente a sus pupilas, vertiéndose como mercurio sobre un pozo oscuro e infinito. Además había habido algún que otro momento de tensión. También alguna de esas sorpresas de las que hablaba antes.

Lo limpió todo para no dejar rastros. Solo el resultado sería la manifestación de sus inicios. Era la primera vez que lo hacía, y lo había hecho bien. Todo había salido perfecto, en resumen. Se deshizo de su camiseta. Había algo en ella que le pinchaba, era molesto, le provocaba picor en la piel. Se lavó la cara, se refrescó, y luego se secó con una toalla que le trajo olores a infancia. Aprovechó para zambullirse de nuevo en la tela, y también percibió otros aromas. Olor a paja, como la de los campos del pueblo, y a una ligerísima humedad que tenía ese toque característico.

Cuando se dijo que ya era suficiente se sentó en el váter. Recordó a qué había ido, y cumplió su plan.

Al terminar volvió a limpiarlo todo, se lavó las manos, la cara de nuevo, y se miró. Estaba inspeccionándose en el espejo. Luego se dio la vuelta, apagó la luz antes de salir, quitó el pestillo y abrió la puerta.

La anaranjada luz de su flexo lo estaba esperando, igual que las últimas páginas del libro. Se fue a poner la camiseta que llevaba en la mano, pero se acordó de ese picor impertinente y decidió que dormiría desnudo. Nada más quitarse el pantalón cogió el móvil y puso el despertador, después se metió a la cama.

Se sentía bien, se sentía bien porque, sin haberlo planeado, había sido capaz de hacer una cosa en la que, por primera vez, ni le había temblado la timidez ni lo llamó a filas la vergüenza a fallar. Sí, se sintió contento a pesar de que pudiera resultar una estupidez, pero si nunca hubiese cogido esas tijeras y las hubiese acercado a su cara, nunca habría sabido que podía hacerlo por sí mismo.

Recortada y limpia, su barba parecía nueva.

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