12/31/2008

La joven le tendió una fotografía a la mujer, anciana, y ésta la tomó entre sus manos y la compartió con el hombre a su derecha y dijo, parpadeante, mira, Melchor, es nuestro hijo. Y yo vi al hombre mirar la fotografía afinando los ojos, como el que intenta descifrar en una lápida la vida de a quien ésta hospeda.

Permanecí inmóvil y atento, sin saber cómo era posible que estuviese sonriendo si sentía la presión de fuertes chubascos en el puente de mi nariz. Luego pensé que ni siquiera sabía si lo estaba haciendo y me pregunté cómo sentiría Melchor, que es mi abuelo, el dolor de ver intacto, en esa foto, para siempre joven, oníricamente vivo pero real y mortalmente intangible, a quien la mujer anciana, Antonia, había nombrado con total acierto como el hijo de los dos.

Porque el hombre, el hombre a la derecha de Antonia apenas cambió el rostro, si acaso nubes en su mirada, y por eso ahora creo que compartimos, silenciosamente, la tormenta.

12/12/2008

- Hola... Me encanta verte así, así como ahora, desorientado, igual que un cachorro al que de repente lo invade la luz del sol y gime. Recién despertado, me encanta verte así, con tus ojos de niño y el rostro blanquecino de luna llena. Tengo que decirte algo, y debo hacerlo rápido. No fue una buena idea, ¿verdad? No fue algo brillante pasear por la ribera del río aquella noche. Me sentía tan aburrida, tan plomizas las horas y sentí que me asfixiaba mi propia alma enroscándose a mi cuello. Te pedí salir para que el frío me hiciese recuperar la senda. ¡Y vaya si hacía frío! Temblábamos los dos, igual que ahora la semiconsciencia en tus ojitos. Los echo de menos a cada rato, a cada instante, siempre que veo a una estrella partirse, en cada resplandor de fuego de alba, en la miel de las abejas. Tienes que saber que he venido para decirte que me acuerdo de todo, igual que lo recuerdas tú, y que pese a lo que puedas pensar, no he olvidado nada. Sigo sintiendo el calor de tu piel enrojecida cuando nos entrelazábamos en las sábanas como raíces a la tierra. Pero tengo algo que pedirte, y habrás de hacerme caso. Si te dijera que no te abandoné, que no lo he hecho, tal vez no me creyeras; si te dijese que nunca quise hacerlo, seguramente dejarías de escucharme y un doloroso amor recrecería en tus adentros con tintes de odio rencoroso. Y lo entiendo, créeme que lo entiendo. En cada una de las lágrimas que veo descender de tus párpados, que vienen a mi memoria como el velo de mis sueños, donde cobijamos un futuro al que nunca pudimos optar, el que cambiamos por la intensidad de un rabioso presente, mordiéndonos la vida a cada paso, comiéndonos el mundo... Pero tienes que venir, tienes que venir para que se apague por fin y del todo este frío, porque te anhelo y te añoro y no puedo seguir viendo cómo se hiela tu fuego, el pequeño y poderoso Vulcano de tu pecho. Amor mío, como así me llamas aún, cuando olvidas la realidad, cuando entras a aquel lugar que hiciste para los dos. Ven adonde la última parte de mí te aguarda.

Y ahí estaba, frente a la cama, escuchando la letanía cadenciosa que la mantenía. Vio en su rostro algo plácido, algo de calma y emoción contenida, y en sus labios el dibujo del que fue el más radiante despuntar del alba que pudo conocer, el lienzo de su sonrisa.

- Gracias, gracias mi pequeño amante, mi gran amor. Ya no podía con esas placas de hielo, por las que te vi deshacerte en el mundo que se diluía ondulante mientras la tierra profunda me arrastraba hasta ella. Gracias por darme esta libertad, sobre todo por perdonarme. Debería haberte hecho caso y no acercarme, pero ya me conoces, tuve que resbalar para darme cuenta.

Eso le dijo, eso escuchó con la sangre fundiéndole la carne y los ojos en tormenta, salpicando las mejillas, cuando cesó el sonido constante y de orden que decía, cruel y equivocado, que todo andaba bien.

Al acercarse a besarla vio su sonrisa completa, y vio que ella también lloraba.



12/05/2008

La diferencia entre ellos radicaba en que uno estaba enfundado en elegante ropa, bajo su levita de paño y su camisa blanca, su corbata y sobre sus zapatos lustrados, y el otro llevaba un atuendo ordinario, de labor y costumbre, y un gorro de colores que le protegía las orejas del frío.

Otra diferencia era que el primero, el elegante, estaba acompañado de una, cómo no, elegante y bien vestida mujer, de rasgos bien definidos y, digamos, moldeados con cierta habilidad, en otras palabras, de una mujer guapa. El segundo estaba solo.

Como estas habrá entre ellos infinitas diferencias, pero algo que los unía sobre todas las cosas. Los dos, tanto el elegante como el ordinario, me vieron mirarlos mientras dejaban escapar sin poder retener, los dos y cada uno en un momento y lugar distintos, la misma sonrisa de luz, idéntica mirada de agua clara al acercarse al fruto hecho, en parte, a su imagen y semejanza, a la sangre de su sangre.

Les unía eso, simplemente eso y seguramente nada más, la sonrisa y la mirada del padre.