9/27/2008

Sentados, cara a cara, sobre un cerro habilitado a tal efecto, observando desde la posición privilegiada de las aves el pueblo pequeño, las luces anaranjadas que como auras de hada marcaban el camino, y las calles, y los recodos lamidos de viento, por donde los jóvenes se hicieron viejos, y donde los niños crecían.

El color tenue, grisáceo azul, del invierno clamaba al calor artificial de las farolas. Los habitantes se movían de aquí para allá, riendo o adentrándose en los pantanos de sus almas, hablando o en silencio. Todos se movían para recogerse, para buscar el calor real. Mientras tanto, ellos hablaban.

- ¿Pero no te das cuenta de que no puedes decirme eso?

- Solo lo estoy avisando, para que lo sepas. Es como una forma de...

- No es una forma de nada. No puedes hacerlo, porque no puedes. De verdad - dijo, temblándole la voz en el labio inferior. -

- Si es que no hay otra forma. Ya estoy cansada. Entiéndelo, ya no hay sueños, no hay nada. - Ella estaba grave, y asentada, e incluso sonreía con un amor profundo, un amor hondo que toca lo más puro, como las ráices del viejo árbol se aferran a su tierra.

- ¡Pero vamos a ver! ¡Fíjate en toda esa gente! Mira bien a todas esas personas que están yendo de un lugar para otro. Todos tienen ilusiones, yo también aspiro a algo, y el noventa y nueve por ciento de ellos, casi la totalidad, no lo logrará nunca. Seguramente yo nunca llegue a ser escritor. ¿Ves que alguno de ellos se aparte, o se queje de algún modo, o haga lo que tú estás haciendo?

- No es lo mismo, hay más cosas.

- Vale, tú estás enferma, pero, ¿y qué? - replicó, llorando ya-, tal vez yo esté loco. ¿No es eso igual?

- Tú no estás loco, corazón, no digas tonterías. Tú tienes algo por lo que seguir adelante.

- Como tú... Exactamente igual que tú.

- Añoro. Añoro... ¿Añoras tú? - preguntó, casi ausente y musitando.

- Añoraré si no me haces caso y te marchas del modo que quieres hacerlo.

- Pero tú tienes por qué quedarte, ¿yo?

- Por lo mismo que yo... Ya te he dicho que tal vez, que seguramente, nunca llegue a ser escritor.

Llorando ella se levantó, lo dejó ahí, solo, y él grito que adónde iba, que no podía hacerlo, ni decir algo así, por mucho que le pesara el alma.

Salió corriendo, corriendo tras de ella, tratando de convencerla de que no tenía sentido lo que decía, que no era tampoco justo. Y no paró de hablar, ni de gritar su desesperación, sus versos de angustia con pausas de miedo, para persuadirla de que no se quitara la vida.

Abajo, en el pueblo, las luces como auras de hada brillaban con más fuerza, la noche caía, el pueblo adormecía, y el tiempo reposaba en las calles. Ajeno a todo, a la vida de cada cual, avanzando uno, permaneciendo otro.

Y él se quedó llorando, asustado y temblando, buscándola para abrazarla y no dejarla ir. Él, que en realidad era yo, y ella mi madre.

9/16/2008

Lo hago por sentirme diferente, ni mejor ni peor, solo distinto. Por intentar escapar y poder decir que, joder, no todo es lo mismo, hay un resquicio para cada cual que quiera encontrarlo. Y solo para aquel que de verdad lo busque.

Hago todo esto para sentirme, en cierto modo, el gran rey y dios de mi propio mundo, de los orbes de ansiedad, pasión, rabia, cólera... que gravitan en torno a mí, y que muevo con las manos.

No tiene nada más, nada que ver con la gloria de ser de muchos sino con el previlegio de ser de mí mismo y de algunos pocos, unos pocos que sepan comprender todos mis defectos, que no se sientan decepcionados con mis errores. Unos pocos que sepan no tenerme miedo cuando más silencioso y turbio me encuentro.

Tus ojos; por tu mirada sobre esas finas líneas de ónice, tal vez por ella y por ellos. Por acercarme un poco más a ti y atraerte un poquico a este ciclón.

Para ser solo yo en ti, y dejarme caer hacia un vacío ingrávido donde poder esperar o lanzarme a la carrera. Adonde sea, porque los sueños se siguen pero no tienen pista.

9/14/2008

Si tuviese que salvar algo de esta mierda de verano, sería, sin duda, la mirada de mar de aquella criatura que acababa de ser amamantada por su madre, curiosidad cromática que sus ojos fuesen de roble, en la que me atrapó dentro de sus corrientes. Salvaría eso, y también me quedaría con la voz de su madre al pronunciar en voz alta la ilusión que rondaba mi cabeza: ¿qué pasa, pequeña, quieres darle las gracias a este chico?

Eso es algo digno de salvar. Igual que el viejo que, varias horas después, me enseñó con su paciencia que lo que no se pierde se encuentra, y que lo se guarda nunca está perdido. Cuando extrajo de su grueso libro de gramática inglesa en, según las propias tapas, sucinta versión. Me levanto solo, dijo, que aunque me cueste algo de esfuerzo aún puedo, ya que el día que tengan que ayudarme yo deberé cortarme la coleta. Y hasta el último día, añadió, hay que seguir. También muy digno. Está clarísimo.

Así como las turbulencias de la emoción en los ojos de Paula al ver a ese viejo, y o a la señora de su derecha que de tan mayor no podía ponerse ni el abrigo. Me quedo con eso, y con el abrazo que le di para darle calor y fuerza, para que me lo diera ella también a mí porque lo necesitaba.

De toda esta puta vorágine de asco y estrés me quedo con todo eso, y con el puntito resplandenciente de mi imaginación que se disparó cuando nos vi desnudos, a ti y a mí, sobre mi cama, y pensé en lo hermoso y curioso que habría sido tener entre nuestros cuerpos el de un hijo.

Una chispa rápida y cálida, bañada en la luz de esa mañana en la que yo envejecí un poquito más y rejuvenecí toda una vida. Viéndote amamantar mi locura por lo indescriptible, viéndolo en el aire a él cogiendo tu pecho por el hambre y el instinto.

Me quedo con eso. Con todo eso y mi cerveza al lado, para contemplar la vitrina de momentos de paz en las batallas de mi alma.

9/11/2008

¿Cómo no iba a hacerlo? Debía enfrentarse a ese miedo irracional que aparecía de vez en cuando, en pulsos constantes de dolor, palpitaciones de la angustia. Podía pensar alguna mentira para dejarlo correr, para distraerse y creer que todo iba bien, que no había nada alterado en su entorno, en su mundo, y utilizar esa estrategia, otra mentira, para convertirse en un mártir.

No sabía muy bien qué hacer, no sabía si volvía a lo de siempre o si acaso esa vez era real, pero real de verdad, y si esa asfixia continua que lo amordazaba a la mediocridad con cuerdas de apatía sería la trampa en la que acabaría por callar para siempre.

Se odiaba a muerte por ello, se sentía culpable por no aprovechar lo que, teóricamente, era un privilegio, o un don, del que era responsable. Tanto trabajo... Tanto. Sin detenerse nunca, sin rendirse bajo ningún concepto. Sin más recompensa que la liberación inmediata y paulatina, como una inoculación de adrenalina por impulso intravenoso, el arroyo de la vida.

La paz temporal, la vorágine, el espejo en el que verse cara a cara. ¿Y si eso no volvía a ocurrir? Tenía miedo. No podría permitirse algo así, perderlo, perderse. En su extraña forma de sufrimiento, en su inevitable vía de vanidad perfectamente adivinable en sus sueños, pero al mismo tiempo la serenidad del aprendiz, del que se hace a uno mismo en algo, del que sabe que no regalan nada.

No tenía claro qué ocurría, pero sentía en una parte de sí, de algún modo, que el templo que erigió con sus manos, sus tripas, sus dolores y alivios, se tambaleaba. Y tampoco sabía reconocer si sus palabras eran una manifestación vital, o el silencio de donde no hay nada.

La mentira... Que ni la cerveza ahogaba el suspense, la crispante y venenosa intriga de si habría acabado ya, de si estaría consumido. La verdad era bien distinta: la cerveza lo cura todo, y nunca acaba la tormenta.