6/23/2008

Hoy sus paredes de piedra vieja brillaban. Estaban distintas, y su olor también. Los pasillos silenciosos me han recordado al primer día que estuve ahí. Hoy me he marchado. Un momento notablemente distinto, esta vez ha habido gente amiga a mi alrededor.

El jardín brotado, la tarde tibia, algún nubarrón de fondo y un coche repleto de bártulos y el buche lleno de maletas.

Hoy me he ido hacia lo que quiero, hacia mi único modo de demostrar si valgo o no. Y, para bien o para mal, no hay marcha atrás. ¿Está mi devenir en el seno de las palabras? ¿Está mi camino junto a su madre Literatura?

Esperanzador y temible es a su vez el momento de la respuesta. Por ahora solo puedo decir que hoy la residencia parecía una amante nueva, llorosa y musitante, cuando la he visto desde mis ojos. No me ha temblado nada, ni los labios ni el alma. La he sonreído desde el patio, y desde dentro del coche solo he mirado hacia adelante.

La brisa tibia me lame el cuerpo, y hay sombras de nubes grises desde mi ventana. Huele de maravilla, y solo puedo pensar en una cosa. Nazco a partir de hoy.

6/21/2008

Desde su metro sesenta me pidió fuego. Me dijo, "disculpa, ¿tienes fuego?" con ese tono tan peculiar y cantarín. Le dije que no, que no fumo, y desde su piel aceitunada percibí un endurecimiento de su rostro. Un rostro curtido, con surcos de esfuerzo y experiencia que lo apoyaban desde la mirada. Me repitió, algo seco, que lo disculpase.

Ante la posibilidad de que hubiese creído que no quería ni que se acercase a mí, quise dejarlo claro, le hice ver que no quería ser descortés, sino que simplemente no fumaba, que no fumo, de hecho. Le dije que tal vez el hombre de la gorra torcida que había en el banco, como un general sacado de una foto de la segunda guerra mundial o algo por el estilo, tuviese fuego.

Siguió mis indicaciones con el cigarro rubio en la boca, el filtro humedecido por el ansia de la nicotina en sangre, y tuvo suerte. El hombre, sin amago de incomodidad, le tendió la mano con un mechero en ella. No le dio el mechero para que se lo encendiera él, qué va, le encendió el cigarro. Oí cómo el hombre se despedía con un "muchas gracias, muy amable", y volvía hacia mí.

Ocurrió lo que más temía, que se pusiese a hablar conmigo. No me gusta que eso ocurra, al principio me incomoda, me asusta, me da miedo que la gente crea que puede entrar cuando le dé la gana. Me gusta más abrir mi puerta, asomarme, y elegir si permito el paso o no... Esto último sobre todo con las chicas. De todos modos me habló, y me preguntó que adónde me dirigía.

Estábamos en la estación de autobuses, en Soria, y la bestia mecánica ya ronroneaba a dos palmos de nuestras caras. A Zaragoza, le dije. "¿No me diga?", sí señor, a Zaragoza. Yo viví ahí durante tres años y medio. "¿En qué barrio?", en San José, me dijo, tras soltar un ah algo cargado de nostalgia. Con las estrecheces de ese barrio, que contrastan con inmensas avenidas. ¿Se puede tener nostalgia de algo así?

Me contó que estaba de fiesta. Que trabajaba en una empresa de aerogeneradores. Se conocía el nombre de todas las empresas en las que trabajó, de todos los pueblos, como si eso fuese una prueba irrefutable de prestigio, de merecido respeto. No las conocía, solo la Opel, donde trabajó hace unos años.

"¿Y es duro trabajar en los molinos?" No, me contestó. El trabajo en sí no es duro, pero sí la constancia. Debo trabajar, continuó, veintiún días seguidos para conseguir siete de fiesta. Sin feriados, sin domingos ni festivos. Nada. Eso es lo duro.

Cuando me comentó lo de la Opel le dije que eso sí era fuerte, y reconoció que trabajar en cadena siempre es muy sufrido. Aunque había algo más, algo más allá que hacía las cosas un poco más difíciles al mismo tiempo que les daba un sentido por el cual todo era más llevadero.

"Solo me quedan unos papeles. Unos papelitos, no más. Estoy buscando la reunificación familiar." Entendí lo que era, pero aun así me explicó: "quiero traer a mi esposa y a mi hija." La pregunta fue inevitable. "¿Desde dónde?" Desde Perú, me dijo, y Lima se me antojó como un puntito remotísimo en una galaxia totalmente ajena al mundo que rodea Soria. "Joder, qué lejos." Sí, rió, está muy lejos.

Pero no parecía amilanado. Estaba convencido de que su viaje a Ágreda tendría sentido si así conseguía asegurar algo para su familia. Laboraba, como dijo, ahí. De repente me miró de manera extraña y me dijo algo que me dejó en el sitio. No por lo que dijo, sino por lo que vi que representaba el hecho de decirlo.

"Los españoles... Quiero decir, algunos de ustedes piensan que nosotros venimos aquí a robaros el trabajo..." Me quedé de piedra, pero enseguida sonreí. "No, en cualquier lugar cualquiera que quiere trabajar, trabaja."

El conductor llamó a subir a los pasajeros. Se despidió de mí llamándome colega, y nunca sabré su nombre. Ni él el mío. En un mundo anónimo, las vidas no tienen nombre... Y no hace falta que lo tengan.

6/16/2008

Una cuesta arriba que subir hasta llegar a la cumbre, donde te espera una habitación donde hacer escala. A sus pies una colilla de tabaco negro con marcas de carmín. Unas marcas de carmín que han quedado impresas por unos labios fruncidos, unos labios que alguna vez debieron ser amados.

Un trozo de canción, una hora para sentir miedo, el nombre de una librería y el escaparate de cristal transparente donde me busco todos los días cuando paso por delante. Me busco en el tiempo, y ahora no veo nada. Solo mi rostro, un rostro para estar triste un rato, para sonreír más tarde.

Una acera herida, con los adoquines partidos en el canto, y la carretera a su lado lamiendo la herida seca, porque los ladrillos no sangran. Pero el tiempo los hiere igual. Un tiempo para sentirse feliz, algún instante para padecer las angustias propias y las de otros.

Un camino viejo, con los árboles a los lados, un ruido lejano, una oportunidad para lanzarse a volar. Un hueco para sonreír, una estufa preparada, una ventana abierta al corazón del mundo de par en par. Una locura nueva, una vieja genialidad. ¿Un genio? Un hombre, un hombre que pasa por delante del escaparete de una librería, después de haber visto una colilla de tabaco negro con marcas de carmín, tras haber bajado esa cuesta.

Una cuesta que se ha vuelto hacia abajo. Un niño pequeño, una madre que lo agarra. Un punto para pensar en lo que fui, la ocasión para saber qué quiero ser. Las calles de siempre, las avenidas de nunca es suficiente, de vuelve una vez más, las paredes de ¿me quisiste alguna vez? O la farola de si aquello que me dijiste era de verdad.

Un secreto, aquel de si era cierto si me quieres. ¿Lo es? Una duda razonable, un abismo hacia el vacío, la fórmula para que me rescates tendiéndome tu sonrisa. Una salvación en el último momento, un milagro, las lágrimas de años atrás, los meses turbulentos, la espiral de remordimiento absurdo en el almacén del corazón. Me punzaba el estómago, un castigo autoasumido, al final la única vía para la recuperación fue plantar cara.

Una cuartilla de papel donde nací por segunda vez, un soporte digital donde muero siempre que vuelvo. Un retorno para jugar a lo de siempre, lo de siempre son las palabras. Las palabras de las mismas avenidas de nunca es suficiente, las mismas calles donde encontré un reino para llorar. Las baldosas alternas, cada dos azules no sé cuántas blancas, que me vieron abrazar y no abrazarte.

Un cuarto de vuelta de reloj desde que salgo a buscarte hasta que te encuentro, un cielo eternamente igual para unos ojos únicamente inquietos que siempre lo hallan diferente. Una montaña al final del recorrido más allá de mi ventana, mi frontera entre yo y el mundo.

Una imagen, la de cuando lo vi salir del portal por última vez, un portal que está al lado de esas baldosas alternas de colores, dos azules cada no sé cuántas blancas, que dan a algunos cantos partidos de la acera, donde no hay sangre pero el asfalto lame la herida.

Un tapiz, un inmenso rompecabezas, un sueño, un remiendo en las ropas de mi vida. Una noche sin ti, todas las que pueda contigo, en el colchón de ya no puedo con tanta ansia, y el suelo helado de es la primera vez que os veo tan de cerca, el que dice que nunca tuvo tanto calor.

Una ironía... Un viaje, un éxito, un traspiés, otro fracaso. El espejo de siempre dices que eres igual pero nunca resultas el mismo. Mi cuerpo desnudo, la madrugada adolescente, la ciudad suspendida bajo su propio progreso.

Un suspiro de alivio, un cajón de esperanza. Otra locura, otra más de nunca nos conocerás a todas, y esas todas que están enamoradas de que las piense. Pensar... Pensando en nada.

- ¿Entonces no las tienen motorizadas?

- No. Como ya le he dicho solo disponemos de sillas de propulsión manual. Se manejan muy bien y son realmente ligeras... - Me enseñó unas manos de alambre envuelto en pellejo, tan nudosas que eran de sarmiento viejo, y me miró preguntándome qué podía empujar o sostener con ellas -. Bueno, de todos modos es mejor que venga alguien para que la ayude, para que la empuje y no tenga que estar usted dándose impulso y haciendo fuerza...

Me contestó con los ojos nubosos, como si estuvieran en borrasca y se acercase la lluvia de la certidumbre.

- No... No tengo a nadie que me acompañe. No tengo a nadie que me empuje... Ya veré cómo lo hago.

Era cierto, ¿qué podía empujar o sostener con esas manos? Si la vida ya las había envuelto en pergamino hacía tiempo, y el hecho de alimentar un sueño habría acabado por quebrarlas.

6/12/2008

Voy a marcharme, antes o después. Tras este tiempo he descubierto hacia dónde me dirijo, hacia dónde quiero que me guíen mis pasos. Pienso que, pese a todo, no hay manera ni modo por el que no pueda hacer desde ya mismo lo que creo que me convertirá en alguien feliz. Nada, me parece a mí, podrá apartarme del recorrido que he escogido.

Porque lo he escogido yo y eso es lo más importante, y porque sin todas las equivocaciones que he ido acumulando durante todo este tiempo, un par de años atrás e incluso alguno más, no estaría ya tan próximo de protagonizar el acierto más contundente de toda mi vida. He tenido varios, pero este es el que me va a dejar embarcado en las aguas agresivas, virulentas e inciertas del porvenir y, además, me va a dar la oportunidad de remar hacia un mar impredecible.

Habrá de todo durante el periplo, y también al llegar veré cuanto quiera ver. Al final resulta que solo se encuentra lo que se busca, y que dependiendo de lo que quieras ver modificarás lo que tus ojos te regalen. No es idealista, es así.

Hay que fallar, y no una ni dos veces, sino varias. Las necesarias hasta saber dónde está el problema, cómo afrontarlo. No sé por qué pero si pienso en dónde me encuentro ahora, en vísperas de boda con mi futuro y en eterno noviazgo con mi presente, recibo una oleada de tranquilidad y seguridad que no sentía desde hacía mucho tiempo. De hecho puede que nunca haya sentido antes este aplomo, esta determinación, este saber lo que estoy haciendo.

He encontrado cosas importantes hasta que he dado con la senda que mis pies buscaban y que yo, sordo de alma, no supe escuchar de quién decían que recibían guía. De hecho, estoy seguro de que esto no ha sido un extravío sino un desvío necesario. He conocido paisajes de todo tipo en este largo paseo.

Uno, en concreto, que siempre será sinónimo de arte. Lo he visto derramar angustias desde sus ojos, y lo he visto reír. Temblar, temer por sí y seguir. Supongo que nunca podrá librarse de esa fuerza especial y particular que lo hace estar vinculado con su sensibilidad a lo más hermoso dentro de lo mundano, de lo que parece trivial. Su habilidad reside en encontrar maravillas hasta en los cardos de su propio camino, de saber atrapar los destellos de una mano mágica y fugaz que deja un rastro que ni sus ojos, ni los ojos de sus ojos, dejaban escapar. Y así es, y será, atrapándolo todo, la luz, los colores y las formas, las perspectivas que serán también las suyas. A ese paisaje solo lo podré llamar Paula.

Por extraño que parezca, al lado de Paula hay otro lugar. Es extraño, y a veces resulta incluso siniestro, cerrado e inescrutable. Digamos que es tímido, pero desde las capas de magma de su forma de ser, a veces aparecen relámpagos de luz blanca. Suele sonreír. Este rasgo, junto con su habitual quietud y calma, es el que lo define. Me recuerda a un volcán. Nunca sabes cuándo va a estallar de verdad, con la fuerza imparable de sus entrañas, de su visceralidad y su pasión. Digamos que incluso es hasta traicionero en ciertos aspectos, y que en sus gestos guarda secretos que solo él conoce. Igual que un volcán la lava de su corazón. Al volcán lo llamo María.

En la estrechez del camino he podido ver muchas cosas, además del volcán y el precioso y delicado paisaje. Con su curiosidad y su minúscula anatomía se ha ido recorriendo todos los lugares que ha podido alcanzar. Ha hecho reír al volcán y al paisaje. Ha compartido horas con ellos, conmigo también. Desde su pequeñez, en sus ojos se observan luces de pillería y arrojo. El pequeño hurón ve el mundo desde abajo, pero lo mira a la cara. También lo vi llorar, como al paisaje, y temblar de rabia o suspirar melancólico. El hurón, disciplinado y organizado, acumula un talento especial para el estudio. Siempre sabe qué tiene que hacer, adónde ha de ir, y en raras ocasiones lo he visto dudar. Lo cierto es que ha compartido más tiempo con el paisaje y el volcán, pero aun así no quedan lugares para la posibilidad de la incertidumbre. El huroncito podría bien ser, por su dedicación y la seriedad con la que se pone manos a la obra, una enorme criatura, pero eso le impediría corretear con su risa por donde le apetezca. Además, no le hace falta, ya es grande. El hurón se llama Laura y una vez, en el cine, durante una película horrible, se durmió sobre mi hombro izquierdo.

El hurón también se marcha, a seguir su camino de caminos, para llegar hasta horizontes lejanos pero tangibles. El volcán permanece, y el hermosísimo paisaje, lleno de sensibilidad, se queda con él, compartiendo distancias, que en este sendero se miden por tiempo, y a lo mejor un destino.

No obstante habrá, en la memoria de este niño raro y soñador, un hueco enorme para los increíbles lugares y criaturas que ha conocido. No siempre se puede besar en la mejilla a un volcán, ni abrazar a un paisaje con algo más que con los ojos. Ni robarle sonrisas a un hurón.

El niño se marcha, pero no abandona, y puede que algún día, mientras navega por las aguas embravecidas de este río que lo espera, deje mayor constancia de lo que ha descubierto en este año. Mayor constancia y, con suerte, más digna.

6/09/2008

Por ahora tengo lo que tengo, lo que he conseguido, y de algún modo u otro me servirá, me será útil. No voy a estar otro año aquí, pues he encontrado el destino a mi trayecto. Lo descubrí al tiempo de haber llegado, pero no puedo decir después de instalarme porque eso nunca ha terminado por suceder. He estado entre dos puntos que han sido los límites de una columna vertebral sobre la que se fundamenta mi tiempo.

A lo mejor no apruebo todas las asignaturas, pero tampoco será un drama. Conseguiré créditos que, de un modo u otro, tendrán una finalidad en el tiempo venidero. No importa lo que ocurra pues he decidido hasta dónde quiero llegar, y ahora solo me queda lo mejor de todo: trazar el camino.

Lo que se descubre, siempre, es el destino. Siempre sabes adónde quieres llegar cuando inicias un viaje, a no ser que se prefiera errar y deambular por el placer de sentir que el tiempo es un lujo que también puede ser empleado de ese modo, pero nunca conoces cómo va a ser dicha travesía, cómo va a desarrollarse. El mío empezó hace unos meses, pero como quien dice estoy aún con el equipaje a medias.

Siempre que viajo llevo una mochila a la espalda de la que no me desprendo nunca, ahora lleva ciertos pesos con nombres como miedo, porque puede que esté a punto de decepcionar a algunas personas, peligro, porque es posible que esté caminando al borde de un precipicio, angustia, porque cualquiera puede resbalar...

Sin embargo no solo están esas. También hay hueco a más palabras, sonrisa, por ejemplo. Porque si sabes qué es lo que quieres conseguir y tienes, más o menos, las ideas claras sobre el medio de transporte a utilizar puedes hacerte una aproximada ruta de evolución. Que, por supuesto, puede alterarse según las circunstancias. Veo otra que me gusta mucho y dice emoción, y es que me hace sentir un tanto loco eso de quererme dedicar a las letras por completo, a la escritura en particular. Aprender es un verbo que figura como protagonista en mi mochila, nunca podré desprenderme de él, y bendita mi suerte. Luego encuentro paradojas como por ejemplo tensión y calma. Tensión porque no sé cómo va a suceder, y calma porque sé qué es lo que quiero. Dependiendo de mi estado de ánimo hay días que la mochila pesa más o menos, aunque por lo general suele estar equilibrada.

Lo cierto es que si pienso que todo cuanto estoy haciendo, tanto mis inesperados aciertos como mis maestras equivocaciones, tiene un sentido, puedo relajarme y pensar que no importa que esté caminando sobre la cuerda floja. Si en realidad hay mucho más, y se sabe, que no todo es así o asá, que hay intervalos, puntos, que sobre todo no hay límites para el espíritu.

Todo se vuelve mucho más fácil así, si buscas encontrar una oportunidad para algo provechoso. Siempre la hay, hasta en la más roja de las tragedias. Y todo resulta mucho más estimulante cuando sabes que tienes un aliento para tu boca cuando el tuyo se seque en los labios, que hay un estómago redondo, blando y carnoso que no dejará de darte calor. O un alma ajena y propia, a la vez, que pasará hambre cuando a mí me duelan hasta las mandíbulas de llorar, o mis dientes rechinen poemas de rabia.

El mundo se vuelve distinto si te paras a pensar en el milagro de la lluvia, no en la lluvia en sí sino en el porqué de la lluvia. En que algo en algún momento se hizo de un modo que desencadenó toda una suerte de privilegios y de motivos por los que el hoy cobra sentido y fuerza. Seguramente si volviésemos en el tiempo a la primera vez que llovió, con los ajustes necesarios en nuestra mente, nos preguntaríamos "y esto, ¿para qué sirve?". Cada cosa tiene un lugar en el tiempo, y eso es algo cierto que todos hemos experimentado alguna vez, por eso calma.

Aunque a veces metas la mano en el zurrón y apenas puedas moverla porque sobre ella caen pesados bártulos de temibles palabras y peores pensamientos que se nos figuran como consecuencias. A pesar de eso, alivia.

Y no es necesario recurrir a ningún dios, es tan sencillo como dejarse llevar por la sabiduría común de la que se desprende que cada decisión y acto al que damos vida en el presente será el embrión de un resultado en un futuro y que, de hecho, esas decisiones presentes y sus actos son la criatura desarrollada de una pequeña célula en el pasado. Así podríamos seguir hasta el principio de los tiempos, aunque se me plantearía una duda... ¿Principio?

Estoy seguro de que entonces volvería al milagro de la lluvia, riñendo con el escozor de mis angustias, pasaría por el olor de mi lengua que sabe al aliento de quien a toda costa me apoya y cree en mí y, por último, acabaría retornando a lo de siempre. Mis pequeñas y mágicas criaturas, con las que trato de entenderme al máximo, para agradecerles que me comprendan de esta manera que solo ellas y yo sabemos, y que me ayudan en mis esfuerzos por levantar mundos de donde al principio no hay nada, o apenas nada, un soplo de aire, una tierra movida y húmeda esperando las raíces de una idea.

Esperando abono de palabras.

6/04/2008

No sabía si dormía o pensaba muy relajadamente. Nunca puedo saberlo en esa situación. Cuando me despierto, suponiendo que he dormido, me hago siempre la misma pregunta. ¿Había dormido o había estado pensando muy relajadamente?

Al abrir los ojos me he preguntado qué hacíamos ahí, y he pensado que tal vez estaba dejando hueco a los camiones. Pero solo ha pasado uno. ¿Entonces? No conocía el paisaje, no si lo relacionaba con una parada. Nunca antes se había detenido en ese punto.

Siempre que el autobús para salgo de ese estado de media consciencia. Y siempre suelo ver lo mismo, porque siempre, siempre, se detiene en los mismos lugares. Pero hoy no. ¿Qué pasa? Me he preguntado, ¿por qué se para aquí?

Mis ojos, antes de que pudiera formular otra hipótesis, han visto a una anciana que bajaba del autobús. Por su gesto en el rostro supongo que le ha dado las gracias al conductor, sin mucho alarde ni adorno, y sin más se ha echado al camino.

Una senda ancha, polvorienta y seca, con ese color mezcla de trigo y ladrillo se vestía de gala con los pasos de la mujer. Un caminante hacía tanto, ¿cuánto?, el suelo no podía recordar. El suelo no tiene memoria, siempre ama los pies que lo transitan. No distingue de odio o amor, de guerra o de paz. El suelo vibra, y vive solo en sus constancias.

Con su traje granate y un pequeño bolso en su brazo izquierdo, la mujer, ya vieja, le ha dado la espalda al autocar. Por un momento he visto a todos los relojes andar de espaldas, tanto y tan rápido que me he sentido como si fuera parte del futuro y no del presente. Y ella, con sus pasos expertos de consciencia y torpes de tiempo, se ha ido alejando.

Cada vez se tiraba más hacia la derecha, como si padeciese algún defecto en la cadera. Luego he pensado que podría ser la costumbre de cuando su madre, o su padre, o sus abuelos le recordaban que entrase siempre por un camino hacia la diestra, para evitar que los coches tirados por burros, mulos, o caballos en las familias más pudientes, la arroyaran. Cuando era niña.

La he visto deshacerse de todo lo que implican las miles de vueltas de un minutero, la he visto marchar. Escuhándola agradecer al chófer el ahorro de trayecto, y la he oído decir al cielo de junio, a los chopos y al agua que respira entre las yerbas, que estaba ahí, vieja y cansada, tal vez, pero que estaba ahí.

Y juro por dios que ahora me parece sentir al camino llorar. De emoción y gracias. Esforzándose en ser amable, ofreciendo una temperatura soportable a su paseante. ¿Adónde vas? No me importa. Adonde sea, pero respírame en cada metro, deja que me enamore de tu cuerpo a cada paso.

Ha vuelto a arrancar el autobús, he cerrado los ojos de nuevo y he vuelto a pensar muy relajadamente. El camino, noble en su eternidad, se ha convertido en una delicada cicatriz entre dos lomas verdes y la anciana, circunstancialmente elegante, en una mancha de vino tinto sobre un tapiz azul con nubes.