11/26/2008

No soy el escritor genial que me prometí y que me prometo. Tampoco soy el guerrero que anhelo ser. Solo soy un cuerpo perdido en invierno, en contra del aire, que piensa en las hermosas palabras que nos trae el frío. Escarcha es una de ellas, escarcha de sangre en las venas que son témpanos, y fuego de alma joven para tratar de combatirlo.

Ahora mismo soy una mente apaciguada tras la rabia, alguien sin reloj que ve con cierta distancia la verdad de lo que creía y la certeza de lo que es. Un pozo de donde sacar la autenticidad de lo que tiene, lo que tengo. Lo tenemos todo.

Tenemos tanto que nuestro grito de guerra se alza en un Aleluya contra el hastío, nos hemos perdido en lo que crearon para darnos algo confortable, y no hay más sino desesperación y el humo de los coches, del tabaco. La lucha está por dentro, y eso quien opta por ella. Nos estamos perdiendo en una sentencia que viene de atrás, de las expectativas, del querer es poder y el dejarse llevar a la baba caída y la boca entreabierta.

Mi corazón está cansado, no hay vida sino existencia. En cualquier momento el suicidio se presenta, te muestra un plan, un contrato, y a cambio solo exige tu alma. Nuestra alma, el alma de esta época de corazones amoratados de gritar clemencia, de suplicarse piedad a ellos mismos y a la angustia floreciente que brota con las primeras heladas.

Hace frío y oscurece pronto, y todo son lucecitas artificiales, un ligero engaño, una breve sensación de seguridad que se acopla al aire caliente que mueve el radiador. Esta época de nuevo, el embrión del progreso que ha mutado en una gargantuesca y abominable criatura, el mundo mismo, de la cual tenemos mucho dentro y que es a quien debemos vencer para recuperar algo, la esencia humana tal vez.

Se equivocaron todos y ahora algunos desertan, desertan y culpan a los que erraron, dicen que el ser humano es lo que merece ser, una criatura ingrata y condenada. Creo que no merecíamos eso, que deberíamos haber disfrutado del derecho de no aguantar la presión de ser algo más de lo que nuestros padres fueron. Siempre existe, hay competitividad gratuita y descarnada. No es algo sano sino morboso, y resulta que al final todos están endeudados.

Pero mi deuda quiero que sea otra, elijo otra porque al menos elegir se puede, se puede si estás dispuesto a afrontar las consecuencias. Me debo algo, me debo paz y respeto, y sin embargo soy un reproche constante, un ser fragmentado que se cuestiona a sí mismo... y también cuanto lo rodea.

A lo mejor cambia en el éxtasis de la primavera, pero creo que no. No ha de cambiar, el camino está donde cada uno quiera encontrarlo, pero es indispensable buscar, y muchos están caminando campo a través o en círculos, seguramente sin saberlo. Es la duda, el miedo de los que nos han precedido, lo que les impulsa a guiarnos, a decirnos esto está bien así, de otro modo no pues estará mal.

El maniqueísmo latente, un parásito avaricioso: solo estará bien lo que ellos crean, y lo que ellos creen es que debemos ser mejores de lo que fueron. Mejores... Creo que eso está confrontado con la salvación, la posibilidad de redimirnos a nosotros mismos y bajo nuestra propia potestad, la voz de cada uno para decir me perdono, no soy nada ahora, no lo he sido, quiero ser algo.

Algo como nada, como una nada llena, plena, sin la angustia de sentir que la sociedad gira demasiado rápido, que todos tienen hijos porque deben dejar su código aquí y ahora, para que así su código quede más adelante, y el código de su código, y ya poca gente tiene hijos porque quiere. Se ha sistematizado la supervivencia, no hay nada de romántico y valiente en procrear, ni siquiera la miseria es un riesgo noblemente aceptado puesto que está el respaldo de la culpa hacia quien sea, da igual el objetivo, siempre hay alguien para ello.

La vorágine continúa y la bestia crece, cuanto más come más hambre tiene, su estómago es infinito, un hambre igual de insidiosa que las ganas de dormir nada más haber madrugado para ir a hacer lo de siempre, lo que estás obligado a hacer por ser el código del código del código... Sin pararte a ver si reconoces a quien está enfrente de ti cuando te lavas la cara.

Nos ha engullido lo que creyeron mejor, cuando lo tienes todo quieres más, pero no precisas de nada, y eso duele y atormenta hasta llevarte a la locura. Creo que solo hay un camino para salir del remolino que succiona... A mí me ha servido, por un breve período, haberme olvidado el reloj, no preocuparme de si llegaba tarde, ignorarlo todo.

Y el sol me ha dado de lleno en la cara, deliciosa y tibia luz, cuando he pensado la conclusión a todo esto... que resulta paradójico ser sincero y decir, obedeciendo a esa parte, que soy una mentira.

11/22/2008

Al volver en el bus, pasada la Puerta del Carmen, que antiguamente se cerraba a cierta hora de la tarde para que no entrase nadie más hasta el siguiente día y que marcaba el final de la ciudad, suelo dar con algo imponente.

Sucede de una manera rápida, casi resulta una aparición fantástica, algo así como la esencia de los sueños pero con la diferencia de que es algo muy real. Entre dos edificios hay una callecita anciana, vieja y muy transitada ya, convaleciente de ruido y humo y tiempo, y mucho viento también, además de gente que pasa y pasó.

La que pasa todos los días a la misma hora y se queda durante un ratito esperando su momento. Yo los veo desde el autobús, a través de la ventana, siempre elijo ventana, y el otro día me fijé un poco más. Había una cola enorme de personas, una cola bien hecha, solidaria con el orden, paciente. Resulta curioso pensar en esa calma, en esa distribución casi matemática de las personas que aguardaban, cuando reparas en que la puerta que ansían cruzar es la de un comedor social, para gente que pasa hambre, vive en la calle, y las pasa putas día sí, día también. Están llenas las horas de valientes de postín que hacen diana con los cuerpos arropados con cartones, ya se sabe, o cajeros, que para el caso es lo mismo.

Entonces yo me paré a pensar y me dije, vaya, tienen tiempo y lo saben. O mejor aún, ignoran el tiempo, lo desconocen tanto que ni lo matan ni lo culpan, ni les escasea ni les sobra, tal vez vivan en el límete de una angustia palpitante, o una desesperación afilada, yo qué sé. También en la boca de un cartón de vino y ahí se quedan, amorrados a la vida, o a la vida puta. Pero son solidarios, todos saben que tienen el mismo hambre, parecidas sentencias, similares faltas.

Puede que luego lloren, con el estómago lleno, cuando hayan comido ya. Desde el otro lado de la ventana del bus, que vuelvo de la universidad, pienso en meterme entre ellos, saber a qué huelen, si y a miedo y hambre, o tal vez a sueños y dolor; a lo mejor a alas fuertes y vuelos rotos, a sabiduría o a qué. Pero eso sí, siempre desde el otro lado de la ventana.

Y me da por decir que no tengo derecho a escribir sobre ellos, que en realidad sigo siendo la misma diferencia entre este lado y la cola para el comedor, que no soy nada sino un extraño, uno más que no tiene derecho a hablar sobre lo que cree que representan. Pero sí lo tengo a admirarlos.

A este lado de la ventana del autobús... A este mismo de los que usamos el periódico para algo distinto que no sea protegernos del frío. En esta orilla se ven cosas que de verdad acojonan, o dan risa. Como ver la que se monta porque una discoteca sortea una operación de tetas, una tontería sin más, una idea hasta original para llenarte el garito, ya se sabe, que no sería nada más si no fuera por el fanatismo folclórico y absurdo que se mantiene en algunas instituciones de este país, y que se representa en hipócritas acrónimos a los que les falta el tiempo, el mismo que ignoran aquellos a los que admiro aguardar para comer tan ordenadamente, en hacer el ridículo.

Un país en el que aquellos que deberían mover el culo para que las colas para los comedores sociales y gratuitos fueran menores, ya que decir nulas es exagerar y presumiblemente imposible, se dedican a denunciar a un promotor de discotecas por preparar una fiesta que, a su juicio, degrada a la mujer. Como si a las mujeres con tetas pequeñas, hoy en día, se les diese de comer aparte, enjauladas o colgadas boca abajo del palo mayor de la playa de cualquier pueblo.

Con eso me quedo, con eso y con lo que he escrito, con nada más. Bueno, sí, también con mirar el culo a las chicas que bajan del autobús, desde este lado de la ventana, muchos metros después de la cola para el comedor, de la jefatura de policía y de donde coño sea.

11/19/2008

Hoy la he visto. La he visto mover y la he observado desenvolverse completa, gesticulando, mirando, con los ojos pintados de negro en la raya; la he visto con las manos finas, el rostro pálido, la expresión triste. Trenzada en el sol de la mañana, el sol de noviembre, el embrión de los días cristalinos del próximo mes, con el cielo azul infinito y profundo y las nubes como el entorno antagónico de todas las pupilas.

La he visto, y me ha parecido un remolino de contradicciones, de hermosas y extremas contradicciones. Su pelo, por ejemplo, de brea al color y de espiga al aire cuando se movía. Y su boca, entreabierta y relajada con los labios tensos, como cuerdas de arpa al borde de arrancar un sonido doliente. Parecían sus sueños ancianos cisnes que ya entonasen.

Me he cruzado con ella hoy, con mi joven Alicia, mi joven y hermosa Alicia y después, al pensarlo así, con más calma y no tanta intuición he sentido las ganas, la ilusión quizás, de hacerla feliz, y no sé cómo porque soy incapaz de definir ese estado.

Por supuesto Óscar no es distinto a mí en ese aspecto pero... Pero puede que estén hechos el uno para el otro y sea así, solo así y entonces, cuando pueda saber cómo darle a Alicia todo lo que quiero.

Y es curioso, porque aunque me esté enamorando de ella, no puedo decir menos respecto a quien creo que es su mitad necesaria, su locura ansiada y esquiva. Su delicia ansiosa.

11/15/2008

Solo es inmortal lo único. De todo cuanto ocurre aquí, solo permanece de algún modo lo sentido, las emociones que nos rodean a cada instante, las dudas, las turbulencias, el miedo, la angustia; todos los titubeos obligatorios y necesarios que se tienen, se padecen, cuando se aproxima el cambio.

Solo es inmortal lo que se vive, porque siempre se recuerda. Es eterno, para mí, el encanto de un pueblecito, ya sea perdido en las montañas o levantando una inmensa llanura, en verano. Es indiferente el pueblo del que se trate, salvando los extremos.

Cuando miro una foto, o un vídeo, de uno de estos pueblos, sobre todo si es en una estación distinta, se me dispara la memoria, el engranaje inmisericorde que enciende, aunque sea por un instante, la maquinaria del recuerdo, que trae consigo al presente lo que ya se vivió una vez, con todas las emociones y, además, con un constraste para las mismas. Lo inmortal, de nuevo, lo único real, auténtico, es eso tan volátil, tan ignoto como la esencia del recuerdo, lo pasado o lo sentido.

Es una sensación de extraña fuerza, de fingido poder, que me invade. Y sigo teniendo miedo a ciertas cosas, pero no puedo hacer nada más que aguardar el momento exacto, que será el que el propio momento elija, para poder hacer lo que crea, en este caso yo, lo más apropiado.

Pero, pese a todo lo que pueda venir y que sea duro y doloroso, no puedo negar la vida eterna, porque es imposible, a que ayer me sintiera como el rey del mundo, el rey del bar, con mi copa de cerveza negra porque no había más vasos, abrazando a una amiga, mi artista amiga, y besando al amigo con el que compartí lo que creía que era nada cuando sucedía y que ahora resulta ser, cómo no, algo perteneciente a lo inmortal y que tampoco sé describir, explicar ni, aunque pudiera creer que sí, a veces comprender.

Anoche, en la desvinculación que todo elemento sufre cuando no está en su entorno, sin olvidar que el entorno son también las circunstancias y el resto de elementos que de manera regular suelen componer una escena, un hecho, descubrimos la mágica maleabilidad del tiempo en la memoria. Como un actor que se enamora de verdad alguna vez y se descubre representando uno de sus papeles, sin darse cuenta de que el escenario es él, está en él, y se muestra desconcertado.

Ayer volví, hoy aún estamos.

11/03/2008

Mientras me miraba me dije 'presta atención, no pierdas detalle pues este es el rostro del fracaso, el aspecto de la derrota y la mirada de la rabia'. Me vi pálido, claro y detallado, sintiéndome dolorido por un daño indolente. Me llamé a saborear esa imagen, me recordé que debía masticarla y extraer su jugo, del mismo modo que se hace con esos bombones rellenos de licor.

'Muerde con decisión, busca ese estallido, la explosión sorprendente que te lleve.' Temblaba, me supe enfermo, débil, y recapacité sobre la pelea perdida, el tiempo desparramado. Traje de nuevo al corazón a aquellos que reconocieron haber salido a la lucha con la derrota asimilada, sin fe, abusando de la esperanza de otros, despreciándola.

'Sí, -me dije, y me digo-, obsérvate bien en momentos como el de ahora para acabar por perder la vergüenza. Lámete mientras estés hundido, consigue amarte o, al menos, aprecia esta sensación de abandono que trepa tu espalda, que hinca sus garras serradas en tu carne y vomita, o escupe o se esparce líquidamente, como la luz del alba, sobre tu alma mal techada'.

'Haz un trabajo de mímesis, no sientas asco ni lo repudies. Encolerízate, odia lo que te provoca esto si quieres, pero no te odies a ti'. Me veía, y de alguna parte de mí llegaban esos consejos magistrales, esa voz que procedía a buen seguro del instinto de supervivencia. 'No retrocedas, no huyas de lo decadente y mezquino, de lo bajo y pobre de espíritu. Mírate cuando seas parte de ello, hazte inmune'.

Y me vi, y me miraba como ahora me encuentro, inmunizándome. Es cierto, ya no hay rostros felices, no se ven, puedes buscar pero no se hallan. Aunque sí hay atisbos de luz, repentinas manifestaciones, deflagraciones mágicas controladas en el tiempo pero no en la intensidad.

Es sencillo darse cuenta. Todos caminan sumidos en sí mismos, en lo que los angustia y preocupa. Caminan con la mirada en crepúsculo, y es invierno en sus gestos, en su gesto completo más bien, y no hacen nada sino seguir este río de aguas infinitas. Huyen, si acaso, de lo vejatorio, que es lo constante, del mismo tiempo.

No parecen recrearse en esa situación, no se deleitan como sentí hacer que hacía al verme en el espejo, elevándome a cada instante, comprendiendo la nulidad de lo que la existencia es y lo paradójico que resulta el inmenso y ansioso contenido que hospeda.

La negación, pues, parece el camino más seguro a la ruina, y la confrontación, el hecho de desnudarse y decirse en el espejo, cara a cara y sin que tiemble la voz ni titubee la mirada, 'sí, lo sé, he fracasado hoy', entraña un éxito evidente.

Significa la trascendencia de uno mismo, alejarse del miedo, desprenderse un nivel más del pudor, del ridículo y el hastío. Desmenuzarse a uno mismo en la soledad, examinarse con ahínco, con perseverancia furiosa de bárbaro, hasta dejarse solo las esencias, como las vísceras, temblando en las pupilas.

Quedando ya solo el magnífico manjar, beber con delectación de la libertad de ser, de ser sin presentarse la presión, la carga, de la posibilidad de no estar a la altura. Y el privilegio de que en tu gesto no sea siempre invierno.