2/19/2006

Con los ojitos curiosos sin cabida para la tristeza, la cabecita apenas poblada de cabello y la piel blanca, casi alimentada aún por el líquido amniótico de vuestra madre. La inocencia cala hondo en vuestros huesos, ese baño transparente lleno de juguetes os recordará la calma cuando la tormenta se avecine.

Odiaréis a la muerte con la misma fuerza con la que amaréis vuestras raíces, os rebelaréis contra vuestro origen cuando la razón os seduzca con la posibilidad de ser más sabios que quienes os concibieron. Juraréis no enamoraros jamás, en vaga mentira y masculino ritual, cuando un amigo llore por desamor y olvidaréis vuestra promesa cuando una princesita os despierte, en un leve sopor, de vuestra infancia.

Os aferraréis a vuestra vida en la adversidad y en rabia os confesaréis odio, como Caín a Abel, siendo así demostrado el amor que os tenéis el uno al otro, el amor que la sangre entrelaza, que vuestra génesis teje en vuestra consciencia todavía inconsciente.

Seréis inspiración para un loco escritor vagabundo de sí mismo, seréis gloria para vuestra familia y alimento de sus sueños. Seréis la esperanza del futuro, y el arrepentimiento del pasado que no os conoció.

Sois el tesoro de vuestros padres, la verdad de su vida, la risa y las lágrimas de su alegría, el motor de su sufrimiento y su preocupación. Papá callará su angustia besando a vuestra madre cuando la adolescencia os llame a salir de vuestro hogar.

Pero ahora, sois dos criaturas casi sin forma definida, tan lejos de ser niños, a tanta distancia de ser hombres. Sois el sueño de la vejez, la impotencia de la muerte.

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