1/11/2006

Tirita la tarde de frío. Un frío que, traicionero, se va abriendo paso desde los músculos hasta los tuétanos. Tengo sueño pero no puedo dormir. El roce de tu piel mantiene despierto algo en mí. Aferrado a ello, del mismo modo que un moribundo a la vida dispuesto a agarrarse a un clavo ardiendo antes que darse por vencido y caer en la delicada oscuridad, intento no pensar demasiado.

Creía que estabas despierta, sin embargo ese suspiro ingrávido que tímidamente ha escapado de tus labios me dice que duermes. Profundamente, en un sopor inabordable, en un sueño inocente donde ves que lo que te roza furtivamente son plumas de cisne, o de ángel, en lugar de mis manos ajadas y notablemente ásperas.

Embrujado por la maldición del ayer. Aún mantengo la esperanza. Temblaría de frío sino fuera porque estoy demasiado nervioso. Tu piel blancuzca desprende unos curiosos destellos de plata, la luna llena te baña con su luz perlada y a mí, por debajo de mi ombligo, me arde el amor y se levanta en apoteósico ritual mi deseo somnoliento.

Te noto tan cerca a mi lado. Mis latidos se han acoplado de forma perfecta a tu respiración, a tus pulsaciones, a los gemidos prohibidos arrancados desde tus entrañas. Pelando tu corazón, cambiando sus paredes de cemento y hierro por tela, me veo para hacerlo franqueable y que me dejes entrar. El aliento se torna blanco al salir de mi boca y juntarse con el aire; te envuelve en gaseosa escarcha.

Tan frágil y preciosa, tan perfecta que pareces inmortal; etérea... Necesito abrazarte para proteger tu carne del gélido lametazo del invierno, me inclinaré sobre tu anatomía para besarte los labios a pesar de que solo abrace aire y bese mi propia impotencia.

Deseo parar. No quiero manchar, y menos aún con mis manos, de lascivia este sueño. Ya no.