1/27/2006

Eh, eh... Sí, vosotros... Cabrones, a dónde ibáis... Os he visto trepando por la pared, rodeando mi vergüenza con saliva de odio. Malditos traidores. Judas camuflados de silencio; declaraciones sin remite, pecados sin pecador.

Queríais apuñalar mi corazón por la espalda, como al César su propio hijo, yo que os alimenté, os di vida y cobijo y así me lo pagáis... Cuervos, eso sois, odiosas aves de rapiña. Queriendo huir no sin antes humillarme.

Me he dado cuenta a tiempo, pero no puedo evitarlo. Sois el hijo pródigo, el asesino perdonado por su arrepentimiento, el Caín autocondenado y saciado de penitencia. Las nubes pasan rápido y me dicen que os tire al aire, que ellas os cogerán y os fundirán con lluvia transparente y os repartirán por igual. Cubriendo mi piel, llenando los vasos vacíos de esperanza.

Una lluvia roja, sangrienta de esarlata en un atardecer carmesí de verano enloquecido. De primavera extasiada y otoño de resaca; de invierno jamaroso. Se me ha roto el cerebro en dos. Se me separan los hemisferios, se subdividen pero no duele.

Tú me abandonas... Espérate, cabrón, que no soy rencoroso pero tengo muy buena memoria. Y vosotros, no sigáis reptando por mi alma, que a cada paso que dáis me arrancáis la piel de la memoria, robándome recuerdos, haciendo heridas en el espíritu.

Silencio me abandona, y los secretos se ríen de mí. Cuervos odiosos, aves de rapiña.

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