4/06/2006

Creo que no te das cuenta de lo que pasa. Atardece en tus entrañas y en mis ojos se refleja el crepúsculo de tu esencia. De mis manos se eleva el pulso mortecino y de aciaga premonición que roza tu aliento escapista de tus labios.

No lo comprendes, pero tu corazón de terciopelo escarlata empieza a desgastarse y corre contra el reloj nefasto. El tiempo será, en breve, nada más que un demonio ilusorio que atenta contra la inocencia y el entusiasmo que aún ronda tus mejillas. Se nubla tu piel, y el morado de tormenta despunta de tu boca mientras tiritas de un frío letal e imperturbable.

¿Por qué sonríes? Me pregunto... Mis palabras empiezan a sonar a hueco en tus oídos palpitantes de tierra seca y musgo amarillento. No lo ves y no le das importancia pero me atormenta y angustia que sean los gusanos quienes poblarán tu pecho sin haber tenido oportunidad para un primer amor...

Cómo vas a saber que eres la impotencia de la amargura y el sueño de la vejez; cómo vas a saber que algo más poderoso que la vida se encaprichó de ti y te vistió de azul oscuro. Tus entrañas empiezan a olvidarte y sumido en delirios me preguntas qué te pasa y sin más palabras que lágrimas en mi rostro te respondo hundiendo mis ojos en mi calavera.

Sé qué te ocurre, pero decirlo sería asesinar, sería suicidarme. Procura soñar mucho, sueña constantemente. Hazlo desde ya mismo, antes de que tu piel pase de azulada a lívida y, tal vez más tarde, se encapriche del vestido de luna nacarada. No me lo preguntes otra vez... No hay forma de decirle a un niño que se le escapa la vida por esa rendija de la que mana el vital rubí fundido en un torrente imparable; no hay forma de decirle a un niño que se muere.

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