3/29/2006

Haces que duela, das ganas de morir, atormentas, apresas, no distingues, enloqueces. Ilusionas, das ganas de vivir, alivias, liberas, no distingues, enloqueces. Eres la penuria del desgraciado y la alegría del dichoso. Eres desgracia, y al mismo tiempo eres privilegio.

Cientos de veces nos hemos planteado vivir sin ti para evitarnos problemas, para evitarnos un dolor casi seguro. Sin embargo es de notable certeza que no hay más dolor que no atreverse a sentirte por miedo a ese dolor que tratamos de evitar.

Soledad del hombre solitario, sueño de adolescente, elixir de la eterna juventud. Mas ahora es bien cierto que tu encanto mágico pasea lejano a mí, distante, en otro plano quizás, en otro lugar a buen seguro. Es evidente lo que ocurre, inequívoco y suicida.

El instinto kamikaze de engullirte entero, para notar vivir, para saber decir que al menos por una vez estuve en lo alto de la bajada de ilusión salvaje que alimenta la pasión de notar la sangre briosa y brillante, roja y destellante, radiante escarlata. A pesar de que luego, al acabar, la bajada se torne cuesta arriba y la sangre cobre color cobrizo y ceniciento, pierda brío y se aglutine.

A pesar de eso podemos decir que, al menos una vez, estuvimos en lo alto. ¿Qué nos queda entonces a los hombres si renunciamos al amor? ¿Qué me queda, a mí, pues? Vivir... Quizás vivir hasta encontrarte manteniendo la esperanza, agradeciendo cada amanecer.

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