1/27/2008

Un momento de aislamiento, de soledad, de ver el fútbol en una mesa con tres sillas y ser el único que está sentado. Porque no hay nadie más. Los minutos del partido resbalan relajados, como la luz de la tarde que claudica. Y la apatía marca un tanto en el descanso. ¿Qué hay? No hay nada, me respondo al mirar en el interior.

Por eso luego llego a casa, enciendo el ordenador y me dedico a pensar en qué es lo que voy a hacer más tarde, en cómo voy a rescatar la magia de este domingo en el que me quedo, en el que puedo ver anochecer de nuevo en mi ciudad, a través de la ventana de mi cuarto y no sobre un titán alargado de diez ruedas.

Mi cabeza viaja a toda velocidad de una idea a otra, las ideas están ahí, flotando. Voy al cuarto de baño y hay una que me seduce sobre todas las demás. Consiste en recuperar alguna costumbre de las de antes, no de las de antes de hace años, sino de las que tenía y que he debido abandonar... Sentarme en el sofá cuando todos duermen en casa, sin luces que rechinen en la sombra, sin aguijones de claridad que envenenen lo unánime de la oscuridad.

Justo después, poner ese programa de televisión que tanto me gustaba ver, sobre todo cuando el lunes era fiesta, para no tener que preocuparme por la hora en la que iría a conversar con la almohada y le haría el amor a la que se viste de sábanas y edredón. Un lunes como el de mañana. Y quedarme en el sofá, sentado durante un rato, y luego echarme, cuan largo soy, prescindiendo de todo. Olvidándome de mi apariencia, de mi cabeza rapada, de mi barba, de mi ropa, de mi piel, de mi vello, de mis inquietudes, de mi carne, de mi edad, de mis ambiciones... Dejando solo el corazón, la ilusión, y el gusto implícito que hallo en pasar miedo.

La idea es, básicamente, escapar de la corriente universal que nos atrapa y tumbarme en algún ribazo del alma, a la luna, masticando, desnudo por completo, algún junco o espiga verde, crecida en el placer de la evasión. Totalmente desnudo, porque seré solo ilusión, placer y corazón.

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