1/26/2008

Todos creen, alguna vez, que tienen lo más especial. Que poseen lo que los hace únicos, inigualables en su dicha. Todos creen, en algún momento, que su fortuna es genuina, que nadie puede comprender cómo se sienten, que lo que poseen es lo más puro que el mundo ha podido ver jamás, lo más auténtico que los segundos del universo han podido rozar con su toque irretornable.

Todos. Incluido yo. Hoy ha estado a punto de dormirse en mi hombro. A nuestro alrededor el bar seguía en su microcosmos, desarrollándose en espirales de humo y galaxias burbujeantes de cerveza. He pensado en cuántos habrán tenido la suerte de vivir algo similar en algún momento de sus vidas, y en si todos ellos pensaron que fueron los más afortunados del mundo en ese instante. En todos los que nos equivocamos, en todos los que al equivocarnos ahí, en ese punto, acertamos en una parcela de nuestro espíritu.

Un grupo de chicas miraba, una era bastante guapa, o muy guapa. De vez en cuando me giraba para verla. Pero no cuando se ha apoyado en mí, no cuando no podía dejar de besarla, aunque quisiera. Mi boca demostraba voluntad propia.

Y ahora estoy en mi cuarto, escribiendo en mi estómago las turbulencias de la tarde que mi memoria remueve, apuntando con un cincel la superficie de mi alma. Es agradable sentir que todo se mueve en calma, que todo sigue su curso. Es mejor aún experimentarlo estando sereno, como yo ahora, escuchando a Sabina de fondo, hablando sobre ausencias, sobre el macabro vientre de los misiles.

La vida sigue, en suspiros ligeros que alivian al alma de pesadas cargas. Con mi hombro empujo el aire hacia mi espalda, aún la siento dormir en él mientras yo acaricio su nuca, inhalo su pelo, y moldeo su espalda.

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