1/09/2008

Hoy, en clase, como en muchas otras ocasiones, he compartido el tiempo contigo. He pensado constantemente en esa libélula de plata que roza tu cuello, y no cuelga de él porque el cordel es demasiado corto. He pensado en muchas cosas, y te he contado algunas. Sigo con la historia que empecé hace un mes, que es la cuarta parte desde que escribimos una primera línea, titubeante y con una caligrafía dudosa. También ha estado en mi cabeza, con la vida que late en su interior, y tú la mirabas fijamente. Animándola a crecer.

Escuchaba los sonidos del bar, el alboroto de las mesas y la música repetida una vez tras otra a lo largo de las horas, haciendo desear que el aparato de música se rebele, o se suicide provocándose un cortocircuito. Soñando, tal vez, con que dé un ultimátum al camarero y le diga que o reproduce archivos de música diferentes o se acabó lo que se daba.

Se oía el clin del futoblín, con sus clons, y el resto de sonidos orquestados en una partitura arrítmica, creada por el instinto de los jugadores y la velocidad de sus reflejos. He llegado incluso a oler el aroma de la cerveza, las jarras de cristal y el tacto del recipiente plástico de los litros se me antojaban auténticos y reales allá donde mis manos tomaran contacto con la otra realidad. La otra realidad en la que no estabas tú, ni ninguno de ellos.

Ahora mismo estoy delante de la raya de luz roja, esperando a que la pantalla indique que es mi turno. Tengo los tres en mi mano izquierda y ya he preparado mi cuerpo para el tiro. Apunto, y el primer dardo se clava, el segundo también, y el último impacta en el veinte triple. Una buena tirada.

Vuelvo a ti, de nuevo, acaricio con curiosidad la hermosa libélula de plata, constantemente entre tu rostro y tu pecho, y te miro a los ojos, directamente, haciéndote una pregunta que no llego a formular. Los dos sonreímos. No sabes cuánto quisiera ser sus alas.

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