3/07/2008

Caminan de la mano lo que el viento les deja. Porque el cierzo despierta, en marzo, en la previa primavera. Se despereza y limpia de niebla el cielo, sumiendo a la ciudad en un festival de hombros subidos y faldas al vuelo. Por eso, como pueden, avanzan.

Y avanzan hablando, si es que tienen algo que decirse. Algún tema que discutir, alguna idea sobre la que consideren apropiado arrojar algo de luz o dejar nadando en tinieblas. Hablan para compartir, callan para lo mismo. Porque no se guardan nada. Siguiendo de la mano cruzan un paso de cebra, luego otro, y acaban en esa plaza céntrica, el punto de referencia de la capital.

El paseo se extiende ante ellos sugiriéndoles qué hacer con el tiempo que tienen por delante. El acto al que han asistido ha acabado pronto, más de lo que creían, pero con un resultado similar. La palabra mágica es talento. La duda, terrible.

Bajo los porches el cierzo amaina, da tregua, y la luz de una librería los alumbra en sus sonrisas, en los roces furtivos y los mordiscos, emboscadas de los dientes, se llenan de color. Entonces la chica se acerca a buscar ningún libro en particular, al contrario que él, y ella sube a la parte de arriba y él se queda en la de abajo, en la misma sala, mientras la dependienta busca el libro que el chico le pide.

¿Qué hace ahí arriba? Se pregunta. El cartel le da una respuesta y piensa en algo que le extraña mientras ella está frente a esa estantería. La dependienta le da el libro y él sube para compartir su logro. Se asoma desde su hombro derecho, agachándose a su altura, porque ella está sentada en un taburete. Le enseña su pequeño triunfo, y conforme la huele tan de cerca se olvida de la palabra mágica y la terrible duda.

Abramos una página al azar y leamos el poema, le susurra. Trata sobre la música, y se acuerda de ella desnuda dentro de su cama. Bajan, y el chaval se dispone a pagar lo que el libro cuesta. Nueve euros. Justo en ese momento recuerda por qué le ha parecido raro que la chica hubiese ido a esa estantería. Era concentrar. El letrero decía poesía.

El chico, lo sé porque lo veo, está ahora en casa. Delante de su ordenador, escuchando música y acariciando con su lengua los labios que le queman. Escuecen, porque los tiene cortados. Porque el cierzo ha estado insistiendo en quedarse para él lo que la chica le daba al compartir sus bocas.

2 comentarios:

Pedro dijo...

Vaya, qué preciosidad. Puro intimismo, realmente encantador.

Has sabido exprimir esos momentos al máximo.

Un saludo,

Pedro.

Pd: Las risas eran de felicidad, por loq ue isnpiraba el relato.

Pd2: No es que yo me prodigue poco es que tu lo hace mucho XD

Soñadora Empedernida dijo...

El vals del atardecer, no?


El cierzo no se va a salir con la suya. Aunque lo envidiaré a partir de las 3 de la tarde.
No sé qué día hace hoy.



=)