3/02/2006

- En realidad me tenía hasta los mismísimos cojones. Una noche tras otra. Yendo al puto cementerio, hiciera frío o calor. Yo siempre la acompañaba, desde que aquello sucedió ya no era la misma de antes, era un peligro para sí misma. Todas las noches el mismo ritual, mi cerveza, un cigarro, flores mustias y ella de rodillas. Con su vestidito blanco, corto por las piernas y de cintura estrecha.

Si era invierno tan solo se colocaba un abrigo encima, un abrigo desgastado a juego con el aspecto de su alma. Y siempre, pero siempre, se arrodillaba, se quitaba el abrigo, lo dejaba caer tras de sí y empezaba a hablar.

Empezaba a hablarle a él. Al que moraba en ese nicho oscuro plagado de gusanos asquerosos y de olvido. A mi mejor amigo. Siempre tenía que ver ese dantesco espectáculo, coño. Al principio apuraba los tragos de mi cerveza, para que me durase más, pero conforme fueron pasando los días, los meses y las horas de esos días y esos meses, acabé por llevarme dos botellas para cada cuatro tragos.

Pasé de fumar, pues el alcohol era más rentable. Sin embargo, aquella vez no bebí. Como siempre ella estaba plañiendo delante de esa jodida frontera pétrea, de esa barrera insustancial pero definitiva, y ella se sentía respondida. No podía con eso, ¿sabe? No podía verla ahí arrodillada, postrada ante la muerte y, menos aún, verla humillada ante la muerte ajena.

Viéndola sufrir noche tras noche, escuchando sus sollozos, sus suspiros enamorados de un cadáver que seguía, al menos, en su corazón muerto con vida. Y en mi memoria con orgullo se alzaba su imagen.

Muchas veces sentía la imperiosa necesidad de increparla, de insultarla y recriminar su estúpida actitud, su suicidio terrenal, su rendición... Pero ella me miraba con esos ojitos vidriosos, con los mismos con los que me suplicaba que aguardara un rato más cuando hacía amago de irme. Y un poco más, hasta que amanecía...

Aquella noche no bebí. No llevé cigarros. Nada... Llevé en mi memoria la letanía macabra de sus sollozos perdidos en la noche y en la angustia ansiosa, esperando, a que llegase el momento de llegar al cementerio. Se vestía con su vestidito blanco. Estamos en primavera, ¿no?, por eso no se puso abrigo. Su cuerpo se movía con esa gracia que la caracterizó, con esa gracia innata, angelical incluso. Sin embargo no era más que el reflejo pálido y borroso, lo que de verdad se veía era una vida aprisionada.

Y volvimos a la lápida, gélida y fantástica como siempre. Pero esta vez, no sé si fue porque no llevaba mi cerveza, al apoyarme sobre ella sentí algo que me hizo estremecer. Entonces la vi, a tan solo dos metros y medio de mí, y supe que debía hacerlo.

La agarré, firmemente pero sin violencia, y supe que no debía pensar pues si lo hacía estoy seguro de que repararía en esos preciosos ojos negros, enormes, profundos e infinitos, bañados de angustia transparente y líquida, de amor amoratado de lloros y no podría.

Así que, sin pensar, la alcé, y cuando me miró a los ojos la vi sonreír. Suerte que ya había ejecutado el movimiento con mi brazo haciendo que la pala impactase de lleno contra ella y entonces, mientras yo prohibí mi mirada, mis oídos no me privaron del crujido letal de su cuello y del goteo inconfundible de la sangre ardiente en el suelo templado de abril.

Así brotaron las palabras de su mandíbula inquebrantable. Así salieron, una tras otra, bañadas en saliva dolorida. En sílaba dolorosa. De sus labios rojos no se adivinó ni un atisbo de remordimiento. Su convencimiento era, casi, atroz y temible. Infernal. La sala fría, gris, alumbrada por un fluorescente, pareció embrujarse. El relato perpetró un hechizo imborrable que perduraría por los siglos de los siglos en las paredes de aquella sala. Así lo pensó el agente.

- Pero, dime, cabrón... ¿ Por qué lo hiciste? ¿ Por qué no la llevaste al hospital de enfermos mentales, hijo de puta asesino?

- ¿ Quiere que se lo diga ?

El agente lo miró con un gesto de asco y curiosidad, de odio incluso, con el que obvió la necesidad de respuesta.

- Estaba enamorado de ella. Ya le he dicho, no podía verla sufrir.

Y en ese momento, sí se vio cómo su voz temblaba ligeramente y en sus ojos bailaron sus pupilas mientras se derramaba la consciencia sobre sus mejillas hasta sus labios. Su dureza, igual de resistente que la del mismo carbono e igual de frágil que éste, se vio superada.

El agente se desplomó subre su mesa, se aflojó su corbata y entonces, sin levantar la cabeza mientras miraba ese suelo negro manchado de ceniza, confirmó que de ese relato quedaría un hechizo marcado en la piedra de la sala de interrogatorios y, más profundo aún, en la sangre de sus venas.

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