6/04/2008

No sabía si dormía o pensaba muy relajadamente. Nunca puedo saberlo en esa situación. Cuando me despierto, suponiendo que he dormido, me hago siempre la misma pregunta. ¿Había dormido o había estado pensando muy relajadamente?

Al abrir los ojos me he preguntado qué hacíamos ahí, y he pensado que tal vez estaba dejando hueco a los camiones. Pero solo ha pasado uno. ¿Entonces? No conocía el paisaje, no si lo relacionaba con una parada. Nunca antes se había detenido en ese punto.

Siempre que el autobús para salgo de ese estado de media consciencia. Y siempre suelo ver lo mismo, porque siempre, siempre, se detiene en los mismos lugares. Pero hoy no. ¿Qué pasa? Me he preguntado, ¿por qué se para aquí?

Mis ojos, antes de que pudiera formular otra hipótesis, han visto a una anciana que bajaba del autobús. Por su gesto en el rostro supongo que le ha dado las gracias al conductor, sin mucho alarde ni adorno, y sin más se ha echado al camino.

Una senda ancha, polvorienta y seca, con ese color mezcla de trigo y ladrillo se vestía de gala con los pasos de la mujer. Un caminante hacía tanto, ¿cuánto?, el suelo no podía recordar. El suelo no tiene memoria, siempre ama los pies que lo transitan. No distingue de odio o amor, de guerra o de paz. El suelo vibra, y vive solo en sus constancias.

Con su traje granate y un pequeño bolso en su brazo izquierdo, la mujer, ya vieja, le ha dado la espalda al autocar. Por un momento he visto a todos los relojes andar de espaldas, tanto y tan rápido que me he sentido como si fuera parte del futuro y no del presente. Y ella, con sus pasos expertos de consciencia y torpes de tiempo, se ha ido alejando.

Cada vez se tiraba más hacia la derecha, como si padeciese algún defecto en la cadera. Luego he pensado que podría ser la costumbre de cuando su madre, o su padre, o sus abuelos le recordaban que entrase siempre por un camino hacia la diestra, para evitar que los coches tirados por burros, mulos, o caballos en las familias más pudientes, la arroyaran. Cuando era niña.

La he visto deshacerse de todo lo que implican las miles de vueltas de un minutero, la he visto marchar. Escuhándola agradecer al chófer el ahorro de trayecto, y la he oído decir al cielo de junio, a los chopos y al agua que respira entre las yerbas, que estaba ahí, vieja y cansada, tal vez, pero que estaba ahí.

Y juro por dios que ahora me parece sentir al camino llorar. De emoción y gracias. Esforzándose en ser amable, ofreciendo una temperatura soportable a su paseante. ¿Adónde vas? No me importa. Adonde sea, pero respírame en cada metro, deja que me enamore de tu cuerpo a cada paso.

Ha vuelto a arrancar el autobús, he cerrado los ojos de nuevo y he vuelto a pensar muy relajadamente. El camino, noble en su eternidad, se ha convertido en una delicada cicatriz entre dos lomas verdes y la anciana, circunstancialmente elegante, en una mancha de vino tinto sobre un tapiz azul con nubes.


No hay comentarios: