6/12/2008

Voy a marcharme, antes o después. Tras este tiempo he descubierto hacia dónde me dirijo, hacia dónde quiero que me guíen mis pasos. Pienso que, pese a todo, no hay manera ni modo por el que no pueda hacer desde ya mismo lo que creo que me convertirá en alguien feliz. Nada, me parece a mí, podrá apartarme del recorrido que he escogido.

Porque lo he escogido yo y eso es lo más importante, y porque sin todas las equivocaciones que he ido acumulando durante todo este tiempo, un par de años atrás e incluso alguno más, no estaría ya tan próximo de protagonizar el acierto más contundente de toda mi vida. He tenido varios, pero este es el que me va a dejar embarcado en las aguas agresivas, virulentas e inciertas del porvenir y, además, me va a dar la oportunidad de remar hacia un mar impredecible.

Habrá de todo durante el periplo, y también al llegar veré cuanto quiera ver. Al final resulta que solo se encuentra lo que se busca, y que dependiendo de lo que quieras ver modificarás lo que tus ojos te regalen. No es idealista, es así.

Hay que fallar, y no una ni dos veces, sino varias. Las necesarias hasta saber dónde está el problema, cómo afrontarlo. No sé por qué pero si pienso en dónde me encuentro ahora, en vísperas de boda con mi futuro y en eterno noviazgo con mi presente, recibo una oleada de tranquilidad y seguridad que no sentía desde hacía mucho tiempo. De hecho puede que nunca haya sentido antes este aplomo, esta determinación, este saber lo que estoy haciendo.

He encontrado cosas importantes hasta que he dado con la senda que mis pies buscaban y que yo, sordo de alma, no supe escuchar de quién decían que recibían guía. De hecho, estoy seguro de que esto no ha sido un extravío sino un desvío necesario. He conocido paisajes de todo tipo en este largo paseo.

Uno, en concreto, que siempre será sinónimo de arte. Lo he visto derramar angustias desde sus ojos, y lo he visto reír. Temblar, temer por sí y seguir. Supongo que nunca podrá librarse de esa fuerza especial y particular que lo hace estar vinculado con su sensibilidad a lo más hermoso dentro de lo mundano, de lo que parece trivial. Su habilidad reside en encontrar maravillas hasta en los cardos de su propio camino, de saber atrapar los destellos de una mano mágica y fugaz que deja un rastro que ni sus ojos, ni los ojos de sus ojos, dejaban escapar. Y así es, y será, atrapándolo todo, la luz, los colores y las formas, las perspectivas que serán también las suyas. A ese paisaje solo lo podré llamar Paula.

Por extraño que parezca, al lado de Paula hay otro lugar. Es extraño, y a veces resulta incluso siniestro, cerrado e inescrutable. Digamos que es tímido, pero desde las capas de magma de su forma de ser, a veces aparecen relámpagos de luz blanca. Suele sonreír. Este rasgo, junto con su habitual quietud y calma, es el que lo define. Me recuerda a un volcán. Nunca sabes cuándo va a estallar de verdad, con la fuerza imparable de sus entrañas, de su visceralidad y su pasión. Digamos que incluso es hasta traicionero en ciertos aspectos, y que en sus gestos guarda secretos que solo él conoce. Igual que un volcán la lava de su corazón. Al volcán lo llamo María.

En la estrechez del camino he podido ver muchas cosas, además del volcán y el precioso y delicado paisaje. Con su curiosidad y su minúscula anatomía se ha ido recorriendo todos los lugares que ha podido alcanzar. Ha hecho reír al volcán y al paisaje. Ha compartido horas con ellos, conmigo también. Desde su pequeñez, en sus ojos se observan luces de pillería y arrojo. El pequeño hurón ve el mundo desde abajo, pero lo mira a la cara. También lo vi llorar, como al paisaje, y temblar de rabia o suspirar melancólico. El hurón, disciplinado y organizado, acumula un talento especial para el estudio. Siempre sabe qué tiene que hacer, adónde ha de ir, y en raras ocasiones lo he visto dudar. Lo cierto es que ha compartido más tiempo con el paisaje y el volcán, pero aun así no quedan lugares para la posibilidad de la incertidumbre. El huroncito podría bien ser, por su dedicación y la seriedad con la que se pone manos a la obra, una enorme criatura, pero eso le impediría corretear con su risa por donde le apetezca. Además, no le hace falta, ya es grande. El hurón se llama Laura y una vez, en el cine, durante una película horrible, se durmió sobre mi hombro izquierdo.

El hurón también se marcha, a seguir su camino de caminos, para llegar hasta horizontes lejanos pero tangibles. El volcán permanece, y el hermosísimo paisaje, lleno de sensibilidad, se queda con él, compartiendo distancias, que en este sendero se miden por tiempo, y a lo mejor un destino.

No obstante habrá, en la memoria de este niño raro y soñador, un hueco enorme para los increíbles lugares y criaturas que ha conocido. No siempre se puede besar en la mejilla a un volcán, ni abrazar a un paisaje con algo más que con los ojos. Ni robarle sonrisas a un hurón.

El niño se marcha, pero no abandona, y puede que algún día, mientras navega por las aguas embravecidas de este río que lo espera, deje mayor constancia de lo que ha descubierto en este año. Mayor constancia y, con suerte, más digna.

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