6/21/2008

Desde su metro sesenta me pidió fuego. Me dijo, "disculpa, ¿tienes fuego?" con ese tono tan peculiar y cantarín. Le dije que no, que no fumo, y desde su piel aceitunada percibí un endurecimiento de su rostro. Un rostro curtido, con surcos de esfuerzo y experiencia que lo apoyaban desde la mirada. Me repitió, algo seco, que lo disculpase.

Ante la posibilidad de que hubiese creído que no quería ni que se acercase a mí, quise dejarlo claro, le hice ver que no quería ser descortés, sino que simplemente no fumaba, que no fumo, de hecho. Le dije que tal vez el hombre de la gorra torcida que había en el banco, como un general sacado de una foto de la segunda guerra mundial o algo por el estilo, tuviese fuego.

Siguió mis indicaciones con el cigarro rubio en la boca, el filtro humedecido por el ansia de la nicotina en sangre, y tuvo suerte. El hombre, sin amago de incomodidad, le tendió la mano con un mechero en ella. No le dio el mechero para que se lo encendiera él, qué va, le encendió el cigarro. Oí cómo el hombre se despedía con un "muchas gracias, muy amable", y volvía hacia mí.

Ocurrió lo que más temía, que se pusiese a hablar conmigo. No me gusta que eso ocurra, al principio me incomoda, me asusta, me da miedo que la gente crea que puede entrar cuando le dé la gana. Me gusta más abrir mi puerta, asomarme, y elegir si permito el paso o no... Esto último sobre todo con las chicas. De todos modos me habló, y me preguntó que adónde me dirigía.

Estábamos en la estación de autobuses, en Soria, y la bestia mecánica ya ronroneaba a dos palmos de nuestras caras. A Zaragoza, le dije. "¿No me diga?", sí señor, a Zaragoza. Yo viví ahí durante tres años y medio. "¿En qué barrio?", en San José, me dijo, tras soltar un ah algo cargado de nostalgia. Con las estrecheces de ese barrio, que contrastan con inmensas avenidas. ¿Se puede tener nostalgia de algo así?

Me contó que estaba de fiesta. Que trabajaba en una empresa de aerogeneradores. Se conocía el nombre de todas las empresas en las que trabajó, de todos los pueblos, como si eso fuese una prueba irrefutable de prestigio, de merecido respeto. No las conocía, solo la Opel, donde trabajó hace unos años.

"¿Y es duro trabajar en los molinos?" No, me contestó. El trabajo en sí no es duro, pero sí la constancia. Debo trabajar, continuó, veintiún días seguidos para conseguir siete de fiesta. Sin feriados, sin domingos ni festivos. Nada. Eso es lo duro.

Cuando me comentó lo de la Opel le dije que eso sí era fuerte, y reconoció que trabajar en cadena siempre es muy sufrido. Aunque había algo más, algo más allá que hacía las cosas un poco más difíciles al mismo tiempo que les daba un sentido por el cual todo era más llevadero.

"Solo me quedan unos papeles. Unos papelitos, no más. Estoy buscando la reunificación familiar." Entendí lo que era, pero aun así me explicó: "quiero traer a mi esposa y a mi hija." La pregunta fue inevitable. "¿Desde dónde?" Desde Perú, me dijo, y Lima se me antojó como un puntito remotísimo en una galaxia totalmente ajena al mundo que rodea Soria. "Joder, qué lejos." Sí, rió, está muy lejos.

Pero no parecía amilanado. Estaba convencido de que su viaje a Ágreda tendría sentido si así conseguía asegurar algo para su familia. Laboraba, como dijo, ahí. De repente me miró de manera extraña y me dijo algo que me dejó en el sitio. No por lo que dijo, sino por lo que vi que representaba el hecho de decirlo.

"Los españoles... Quiero decir, algunos de ustedes piensan que nosotros venimos aquí a robaros el trabajo..." Me quedé de piedra, pero enseguida sonreí. "No, en cualquier lugar cualquiera que quiere trabajar, trabaja."

El conductor llamó a subir a los pasajeros. Se despidió de mí llamándome colega, y nunca sabré su nombre. Ni él el mío. En un mundo anónimo, las vidas no tienen nombre... Y no hace falta que lo tengan.

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