2/24/2008

Tú te apoyas en mi hombro. Relajada, armada de paciencia, y yo me pregunto si no te estarás jodiendo la cadera al inclinarte de ese modo. Las sillas no son cómodas, pero tú te empeñas en que mi hombro sí lo es y que compensa. No voy a protestar, pues siento que la combinación es perfecta.

Es perfecta porque puedo oler tu pelo, o cazarlo con la lengua y darle vueltas en mi boca, descubriendo que no sabe a nada, pero que es puramente tuyo. Separo cada una de esas hebras y pienso en que con ellas y una aguja me tejeré un tapiz de felicidad. Que compartiré contigo. Una felicidad construida a puntadas de calma y nudos de tranquilidad, mientras recorres mis venas con las medias lunas de tus dedos, y nos cantan voces en los oídos.

Tengo tu frente al alcance de mis labios, y no sé si oyes que te digo te quiero, pero yo siento que has apretado más tu rostro contra el hombro, y me has cogido con tu mano. Ya no sé cuántas horas llevamos aquí ni cuántas quedan, pero estoy convencido de que somos la luz de las miserias de toda esta estancia.

Seguramente nos vean del mismo modo que yo a ti, como una inspiración constante. Y que sonreirán cuando te vean sonrojarte por el comentario que he hecho acerca de una canción. Canciones, canciones de nuevo, las voces que nos llenan los oídos mientras nos alejan de la sala de urgencias. A cada pulso agradezco que no me hayas dejado solo, porque la música no habría sido la misma, no habría sonado igual, y seguramente lo que menos me dolería en ese caso sería el tobillo.

Veo cómo te marchas a llamar por teléfono a tu madre, y cómo te giras para mirarme antes de cruzar la puerta, y sé que estoy sonriendo. Es en ese mismo instante cuando descubro que a la canción le faltaba una nota, la del aire que has movido al parpadear hacia donde estoy sentado. Hallelujah... Ahora la canción sí será perfecta para siempre.

Mientras espero, una sensación de angustia va erosionando el ánimo y la fuerza que estar contigo me provoca. Descubro que esta podría ser la última vez que te veo, y no quiero. Pero eso a veces no es suficiente, y me da miedo. No es un sábado divertido, pero tampoco está tan mal. Además vas a llegar tarde, cayendo de lleno en la ilegalidad. Justificada, pero pocos relojes de la ciudad son los que te han visto volver a las doce a casa.

Vuelves de hablar con tu madre, y entras justo cuando la joven voz de la antigua canción asegura necesitar el amor de alguien, cuya identidad solo sabrá él y aquella persona a quien va dirigida esa letra. Pero ahora somos tú y yo. Tú y yo... Mientras repite la frase con la que has vuelto.

Ya ha pasado mucho rato. Varias horas. A las dos de la mañana, o las tres, mientras estoy en el bar, jugando al futbolín, siento auténtico pánico a que me cortasen las manos. Hay muchas cosas por las que sería terrible, pero la que más me asusta es la de que me sería imposible volver a escribir.

¿Qué haría yo sin poder vestirte con palabras mientras te miro desnudarte sobre mi cama? O mientras te desnudo yo, directamente. ¿Qué podría hacer si no pudiera escribir lo que siento cuando te tengo? Aunque sea aproximado... Qué haría sin poder dejar un testimonio de que fue real, de que lo has sido y aún lo eres.

Vuelvo a casa, con las dos manos intactas y el hambre de verte. Pienso en el coche, y en las noches de tus ojos, sobre fondo marrón, cuando he cantado para ti los versos de Francis Cabrel, esos que dicen la quiero a morir.

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