2/11/2008

Alguna que otra cicatriz confirma que en su día sujetó el peso de algún ídolo sobre sí misma, o que dio firmeza y apoyo a los recuerdos ansiosos de miradas, atrapados en un papel suave, por una lente indiscreta y ambiciosa, a la que, irremediablemente, se les escaparon todos los detalles.

Ha ido perdiendo el color, paulatinamente, con la lentitud progresiva que implica sentencia. Del mismo modo que un cáncer. Se deshace en deseos de sentir vida a su alrededor, enfrente suyo o sobre ella. Anhela un somier y un colchón, cercanos, con sábanas salpicadas de yeso que se sacudirá por las mañanas, cada vez que se haga la cama.

Su composición se debilita cada vez que lo escucha gritar, desde las piedras de su alma, un alma que nadie ve, en la que nadie repara, y también él desea llevar el peso de ídolos, y ver, como ya hiciera, cuerpos desde abajo. Verlos crecer, verlos cambiar. Estremecerse por su inconfundible tacto, por el suyo y de nadie más.

Se han quedado solos, bajo un techo experto en acumular mierda y telarañas. Las cicatrices de la pared recuerdan que necesita una vida que observar, una mano de pintura, y el suelo que lo enceren y lo abrillanten. No hay nada, la nostalgia de otros días, el deseo de lo que se ha sido.

La habitación está vacía.

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