12/10/2007

Esta tarde, el olor del frío, el del oscuro aliento de los coches y el del propio asfalto, han hecho que mi mente evocase, de manera instantánea, las noches en las que el Opel Kadett 1800 gasolina de mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí a casa de los abuelos, en la urbanización Parque Roma de Zaragoza.

El olor ha sido, siendo más precisos, el de ese garaje de dos entradas. Porque había dos entradas, la de la cuesta normal y aburrida y la que me gustaba a mí, la de los agujeros... O "albujeros", ¿cómo lo decía? Creo que lo pronunciaba del segundo modo, porque la abuela, cuando entrábamos por ahí de vuelta de casa de los tíos, me corregía y me daba la opción correcta. Y me hacía repetirlo como era debido. El abuelo decía "deja al chico, María Cristina, que ya aprenderá", y la abuela le replicaba, "no señor, Valentín, que si no se acostumbrará a decirlo mal y luego ya me dirás tú... Albujeros, habráse visto".

Y es que la abuela tenía razón, para qué negarlo. Pero también el abuelo, porque poco a poco he ido aprendiendo. Sigo siendo el mismo pequeño incordio y revoltoso, solo que con veinte años en la espalda y una barba bastante visible en la cara... Sin embargo es barba de sinvergüenza, porque de no ser así no la llevaría. Creo que el abuelo nunca me vio con una barba como la que llevo ahora. Si tuviera la oportunidad seguro que me decía chulo, pero de la manera que solo él sabía. A mis primos siempre se lo decía, a Santiagué, a Andrés, a Cristina e incluso a Susana. A mi hermana Laura también, por supuesto. Para las últimas apropiaba el género, evidentemente.

Porque el abuelo era así. Tranquilo, a su aire... Pero si hacías algo que lo perturbaba, no le gustaba en absoluto. Aunque seamos sinceros, tenía menos paciencia para la abuela, no lo vamos a negar, que a los nietos nos aguantaba una tras otra. Hasta se reía cuando veía el vídeo en el que uno de ellos lo grabó durmiendo la siesta. La abuela también rió, y las tres hijas que tuvieron en común... Mientras tanto, el autor sonreía por lo bajo, a lo somardas, y trataba de esconderse fingiendo vergüenza.

En fin, que a lo que iba. A las noches de fútbol en la casa del Parque Roma, al bar de Joaquín, el boniato, porque era de Gallur, como la abuela, donde jugábamos a las máquinas y al futbolín. A las noches de fútbol, repito, televisado o "Abuelo, ¿este lo radian?", "sí, Rubén, y menos mal, porque los de la televisión son unos payasos que no dicen más que sandeces". A lo que yo le respondía que lo pusiese en la radio. Los abuelos me contagiaron la fascinación por esos pequeñitos retransmisores en los que se oían voces que hablaban de cosas serias y que, de vez en cuando, ¡se reían al hablar sobre esas cosas serias! Escuchar la radio en uno de esos aparatos me hacía sentir importante, y cuando había rezado el Jesusito de mi vida, me ponía un rato el dial que acertase a sintonizar y escuchaba esas voces que venían de ahí adentro, traídas por ondas y antenas y no sé qué cosas que me decía el abuelo.

La abuela me pegó más lo de los crucigramas. En el ambulatorio o en casa. Yo alucinaba con esos "¿autoqué, abuela?" Eso, autodefinidos. A mí me gustaba más lo del laberinto, y lo de trazar el camino hasta que el perro encontrase el hueso, o el hombre la salida... Al final, el abuelo y la abuela, los resolvían todos menos esos. Porque me los dejaban a mí, o si no a mi hermana o mis primas. Y cómo no recordar el armario de los bombones. Los Ferrero Rocher, y el Nestlé... "Ya vale de chocolate, niño, que luego tendrás lombrices", decía la abuela, pero siempre que podíamos... ¡Zas! Al armario que te vio. Y lo de las recetas, y los "los papelicos los recogeréis vosotros, que yo ya me canso de agacharme". Los papelicos eran los recortes de papel, o las "recetas" que hacíamos y que arrugábamos. Hubo una temporada en la que me prohibieron pedir tijeras, y a mi madre comprármelas. Algún día hablaré sobre los deberes y lo contento que se ponía el abuelo cuando le decía que tenía muchos por hacer y que, sintiéndolo mucho, iba a tener que ayudarme.

También me he acordado de la cena por excelencia en casa de los abuelos, tanto en la antigua de Zaragoza como en la de Biel... Creo que sigo oliendo el aroma inconfundible de ese plato, y es por eso por lo que no puedo librarme de estas ganas de comerme un buen par de patatas asadas. Bañadas con su aceitito, y salpicadas por un poco de sal, por supuesto.

Gracias, abuelos. Sin más y porque sí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bueno primo, ¿por que será tan acertada esa frase de la historia siempre se repite? Quizá su acierto radica en que me podria pasar horas repasando en mi mente todas esas tardes en el parque Roma, mis amigos, el futbol, el bar de Joaquin (Trio de ases si no me equivoco), el Simago(que yo creo que no llegaste a conocer), el garage y su peculiar olor, tirarme con la bici por las rampas de acceso con mi hermano, la gorda gruñona de la tienda de comestibles de enfrente donde comprabamos jamon de york para el bocata,el famoso recetario,los escarceos al armario del chocolate, qué te voy a contar de los crucigramas( sin duda el mejor era uno de cultura general y el de los jeroglificos que siempre me resolvía el abuelo porque yo no daba uno),la propina que en dias excepcionales crecia de forma extraordinaria y que me daba el abuelo para irme a tomar un gofre con chocolate(hmmmm... que delicia de Viernes tarde), tantas y tantas cosas, en fin...como bien dices todo esto son los abuelos y al fin y al cabo nosotros. La historia se repite ¿o no?.

Aunque ahora que caigo, todo no se repite ,sólo tú eras el nieto pesao que al abuelo( y a cualquiera que cojías por banda)le ponia la cabeza como un bombo tanto hablar y tanto preguntar ¡calla ñino ,ya, cojones! Aun oigo ese resoplido cuando la abuela le torcia la oreja un poco. Maria cristina por favor...
Besos.