12/22/2007

Aún aquí, en cualquier circunstancia. Con los sueños en los ojos todavía, con el tiempo dormido en las mandíbulas entumecidas. He debido de hacer fuerza con los dientes al dormir. Todavía aquí, construyendo los mundos para que las criaturas que se antojan como mías puedan vivir en la paz y en el caos del entendimiento.

En la paz de los que se han amado a lo largo del tiempo, puliendo la afinidad de sus almas; en el caos de los que se están amando en lo estático del minuto, en lo interminable de las miradas de cada segundo. Adónde van estos seres, como digo, una vez entran por los ojos de quien espía, de quien observa, curioso y prudente desde la sombra, ya que también es espeluznante. Puede salpicar.

Porque al principio es así como se hace. Porque lo que se traspasa del alma a las palabras es algo más que pensamiento, es la ilusión de que algún día sean escuchadas, de que alguien las desee para sí, para que lo curen, para que lo abracen, para que los susurros de la nostalgia lo hagan sentir vivo en el credo de un mañana, de un hoy, de un ahora caduco en abulia pero fructífero en quien lo riega con lucha y esfuerzo.

Es eso lo que se anhela, después de todo. Que los pequeños seres que desde aquí hospedo en lugares situados entre ningún lugar y alguna parte, sean identificados como claves de supervivencia, como de sol en el nuevo pentagrama, elevando así el espíritu, descubriéndonos cosas a nosotros mismos, de nosotros mismos. ¿Qué es lo maravilloso de lo que se escribe? Lo propiamente escrito, tal vez... Sin embargo yo prefiero otorgar esa cualidad a la capacidad, potencial, de que la palabra leída puede llegar a reestructurar la composición básica de cada uno. Porque algunos que leen sienten lo que leen, y lo piensan después.

Lo maravilloso de lo que se escribe es que es inmortal en la distancia y en el tiempo, siempre y cuando pienses que alguien, algún imprudente, algún espíritu osado y curioso, reparará en el estanque de palabras que observa y se zambullirá descubriendo así un océano. Un océano de otras vidas, de otras percepciones, un océano que alberga los mundos de quien escribió en su día, de quien soñó con que algún espíritu osado y curioso se zambulliría en el estanque de sus palabras, que acabaría por convertirse en océano.

Los estanques contienen aguas firmes, quietas, detenidas... Pedirle eso a una palabra es suplicarle azul al corazón. Y se hacen océanos.

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