12/20/2007

No hay nada sino esto. Sino ahora. Porque caminas, y de repente ves el pelaje negro salpicado de lluvia nocturna y adornado del matinal aliento helado. Sus ojos brillantes no otearán desde las sombras nunca más, y sus orejas no se moverán en busca de la señal delatora de una presa. Tal vez esté ya en la luz, pero la visión te sume a ti en la oscuridad. Impotente.

Impotente por ver a ese gato muerto y no atreverte a tocarlo por si tiene algo. Impotente porque la pena ha creado un remolino en tu interior que irá absorbiéndote hasta que te des cuenta de lo insignificante que eres, y de lo que te entristece la ausencia de vida. Era un gato, y desconocido, te dices a ti mismo, pero... Pero era tan sórdida la visión. Con el animal desierto de amparo, estirado, largo, sobre tierra mojada, con el cuerpo empapado. Solo. ¿Habrá muerto de frío?

Ni los gatos escapan. ¿Qué me queda a mí, sino desear vivir, y que me abracen? Que unas manos cálidas me devuelvan la sensatez, y me reconforten hablando desde la piel. Diciéndome que todos seremos ese gato algún día, y que por ello no hay que preocuparse del morir, sino de lo contrario.

Entonces me digo que debo vivir devorando mi tiempo hasta la muerte. Mejor así, y no a la inversa. Aunque, no puedo evitarlo, siempre quise para mí un gato negro... Y el de hoy estaba muerto.

Querría resucitarlo... Quiero hacerlo.

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