1/18/2009

Yo, vamos a ver, no es que quisiese acercarme, pero tampoco no hacerlo. Lo vi ahí, reposando quieto y tranquilo, vibrante, y al principio no daba crédito. Estaba alojado entre dos manos de piel apergaminada, unas manos delicadas, dedos largos y firmes, sarmientos melancólicos de, a lo mejor, su pasado de pianistas.

La miro a los ojos, ojos de aguamarina que parecían reflejar las luces del mundo y también darle la espalda a toda la sombra. Los labios se estiraban con delicadeza y en las comisuras se iban montando, en sutiles pliegues, las experiencias de aquella señora.

Y yo estaba enfrente de ella, y la miraba y también miraba el libro que sujetaba entre sus manos, sus manos de pianista adolescente, no sé, y ni siquiera le pregunté nada, solo utilicé la fórmula de cortesía habitual con la que pides disculpas por interrumpir y que, a pesar de todo, no hace falta hacerlo porque la sorpresa prima en la situación.

No le pregunté si le gustaba, de hecho me olvidé de todo y de todos. Me aislé completamente, al observar el librito, leí el nombre varias veces para asegurarme de que no era un sueño pero, en realidad, no podía ser otra cosa.

Me encontré en las frases, me vi correr entre las páginas... Ese libro estaba ahí, y mi nombre, mi nombre, figuraba en la portada.

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