1/12/2009

Hemos llegado a una zona que me ha estremecido. El anciano del clan ha sentido algo especial, y lo ha compartido todo. Ahora la naturaleza reclama de nuevo su báculo de sabiduría, y aplica su poder innato y eterno, universal, con aplomo y dicta sentencia.

La vegetación se extiende igual que las emociones al encontrarte con algo querido, con algo amado, y las raíces se elevan con la fuerza del dominio que el instintio imprime cuando se trata de sobrevivir. La tierra vuelve a la tierra, y volvemos los hombres a ser, poco a poco, la parte con menos posibilidades.

El anciano está pensativo, desde que entramos en esta zona no ha dicho nada, guarda un silencio mucho más profundo que el habitual, sus rasgos han vuelto a relajarse tras la tensión inicial, pero ahora parecen caer. Las arrugas resbalan de su frente envejecida, y en su mirada se observa, aunque se siente más con el corazón, un brillo melancólico y doloroso. Parece que lamente ser tan anciano, que lamente seguir vivo.

Yo sigo maravillado ante el espectáculo. Es en parte grotesco, y me asusta si lo pienso como una profética manifestación de lo que nos aguarda. Estamos en primavera y las plantas lo saben, también los animales, y algo flota en el ambiente envolviéndonos a todos. La humedad nos hace sudar copiosamente, nos bestializamos progresivamente. La electricidad, el combustible de hidrocarburos, incluso el agua, es un privilegio.

Pero debo reconocer algo: me alegra observar el asfalto herido, las calzadas quebradas, y las fachadas partidas. Me emociono cuando adivino troncos grandes que serán enormes en algún rellano, o en alguna casa. Es impresionante contemplar cómo la pretensión, la vanidad, de algunos hombres puede doblarse y retorcerse en los nudosos antojos de las ramas. Repito que también me asusta.

Esta noche hay ceremonia semanal, mientras dure la batería seguiremos repitiéndola cada miércoles a la noche. Miércoles, martes, lunes... Las futuras generaciones se olvidarán de los días, no conocerán los calendarios, seguramente medirán el tiempo de un modo totalmente ajeno al que yo lo hago, y yo, si llego a verlo, deberé acostumbrarme a ello. Seguramente al jefe de nuestro clan le sucediese lo mismo en su momento. ¿Cómo será de viejo?

Mientras dure la batería, eso es... Sí, mientras dure podremos repetir la ceremonia semanal. Escuchar una canción. Encontramos un aparato que almacenaba canciones bastante recientes, de hará algunos diez años o así, otras son contemporáneas. Nunca le di importancia suficiente a la música. Ahora, bajo ningún concepto, si pudiese hacerlo, pasaría una canción porque me pareciese aburrida. También la música habrá de renacer desde el principio... O no, quién sabe si en algún otro lugar algún director de orquesta o algo así haya sobrevivido... Quizá tenga suerte y encuentre papel y tinta suficiente para colar alguna de sus obras en la nueva Historia de los hombres. El papel y la tinta también son un bien escaso, así como los libros.

Cualquier cosa que permanezca estática en una zona, cualquier cosa orgánica pero inanimada, se pudre a una velocidad asfixiante. La humedad propia de la temperatura ambiente, más la generada por las propias plantas que todo lo conquistan, hace que el papel, o el cartón, también la madera, se vayan deshaciendo. Digamos que los empachan de agua, y así se alimentan de ellos. También pasa con los seres vivos, los animales, si acaso quedan atrapados. A veces hay que dejar a los enfermos y heridos atrás, conocedores de lo que les aguarda, y sus gritos se oyen en la distancia, poco a poco se acallan, pero siempre queda su eco en el tiempo, en el recuerdo. Ya he visto a gente convertida en maceteros. La voracidad del mundo despierta de nuevo. A veces pienso si es acaso una venganza, o la justa retribución a mi especie.

Miro al anciano con ciertas dudas en mi cabeza y en mi espíritu, mientras un edificio de más de doce plantas aparece partido en dos y en la azotea se ve una imensa copa, frondosa, convirtiendo una porción del cielo en una esmeralda gigantesca e impenetrable. La luz apenas se cuela en pequñitas motas que salpican algunas hojas, breves destellos blancos. Creo que el jefe estuvo aquí... En esta zona, hace mucho tiempo. Pero a lo mejor no tanto, yo ignoro cuándo empezó todo esto. Pero sé que no cogió a nadie por sorpresa.

Me pongo a la altura del jefe del clan, y me sonríe. Seguro que sabe todo lo que he pensado y sentido mientras contemplaba el poderío de este paisaje. Hay noches en las que sueño con la armonía, sabia armonía, entre los hombres y la tierra. Que sueño que nuestra especie sea digna del perdón de la madre. Y mientras me dejo llevar de la mano por las notas musicales de un género que ni siquiera conozco, lloro.

Lloro en plenitud porque solo en este instante y durante lo que dure, escucharé y sentiré algo así de hermoso. Me acuerdo de la música, de cómo y cuánto la escuchaba antes de todo, antes de no sé exactamente cuándo.

El jefe está frente a mí y también llora... Pero su llanto es diferente, es profundo, hondo, y tiene algo de oscuro, de secreto e insondable. Es un llanto de pena y dolor, como el que se siente cuando vuelves a tu hogar, tiempo después, y ves que algo ha cambiado de manera irremediable. Lo mira todo, todo cuanto lo rodea y solloza. Suspira cuando deja que su mirada se pierda en una calle próxima y lo arrastre hacia una distancia insalvable en el tiempo, entrada en la memoria.

La música sigue volando, quiebra el silencio nocturno, y se aloja en los troncos, en las raíces, en las hojas que encuentra. Tengo sueño, y ya no puedo llorar más.

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