1/22/2009

La voz que se ahogó en el río aún vive. Camino lleno de optimismo por las calles que ya me vieron deprimido alguna vez, escuchando una canción mítica por un cantante que se mitificó tras echarse a nadar con la ropa puesta. Escucho a un suicida, y dice Aleluya.

La fetidez del autobús es realmente vomitiva, mezcla de la lluvia, las prisas del que no se ha podido duchar, las pisadas húmedas y la tapicería de falso terciopelo rojo. Creo que el ligero remanente de olor a nuevo no es un buen ingrediente a todo este potingue olfativo pero, pese a todo, me acostumbro, cojo un asiento distinto al de todos los días, otro pequeño cambio, un detalle por cuestión de segundos, pocos segundos, y eso ya es suficiente para presentir algo grande hoy también.

Igual es el hecho, sencillo pero enormemente satisfactorio, de no haber tenido que madrugar, de despertar con luz solar y no ver las fauces nocturnas de un día cuya amanecida prefiere quedarse en la cama el rato que tú desperdicias por haber obedecido al despertador.

Como sea, la voz sigue, y es curioso y puede que hasta macabro sentir esta alegría mientras sigo, ahora también, escuchando a quien se quitó la vida. Me pregunto por qué lo hizo y se lo pregunto directamente, solo la canción obtengo como respuesta pero me sirve.

Sigue oliendo mal, muy mal, y el perfume excesivo de algunas mujeres se añade a la depravada orgía aromática. Por qué lo hiciste, vuelvo a preguntar, y la canción ya acaba, ya se atenúa, ya va dejándose apagar, se hunde la música, la voz se ahoga, se ahoga en las frías manos del aire, como aquellas aguas, que rodea mi cabeza, de ese mundo al otro lado de los cascos...

Pero sigo bien, a buen ritmo, con la espalda recta, sin arrastrar los pies ni llevando a cuestas el alma. Ya no hay voz pero está latiendo, y ratificará su vitalidad cuando vuelva a mí, cuando escape de aquel río, con el espíritu.

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