10/23/2008

La ventana enorme se tragaba las prisas de la ciudad, las lenguas desgastadas de asfalto en contraposición con las calles nuevas, todo pasaba a ser tragado por el avance poderoso e impaciente del autobús urbano. El tiempo mismo, el tiempo mismo que de la ciudad hace su nombre, todos pendientes del reloj, y las esperas que se tornan eternas siempre para el que aguarda, era nada en el motor del mecanismo.

Se lo iba llevando todo, y en mí solo quedaba la música. La música increíblemente seductora y dulce que me aislaba de todo, dejándome en una posición extraña de calma, de confiada seguridad y de segura confianza en la que anclarme al mismo tiempo que desde la cual lanzarme al vacío.

Me sentía desparramar por el asiento, y no me preocupaba mucho darle una mala imagen a la chica que estaba a mi lado. No era guapa, no al menos de un modo convencional. Lo atrayente era el gesto sobrio, su seriedad natural que emanaba provocando la sonrisa divertida e incluso insultante, en cierto modo, que se me escapa en esas situaciones. La sonrisa de jugar a un juego que encanta y del cual no te importa perder o ganar... En parte porque siempre ganas. De reojo miraba yo un enorme sobre entre sus manos, un diagnóstico de raro nombre.

Y luego, siguiendo poseído por la música, observé a la pareja que se sentó enfrente de mi asiento, y sentí por un momento que eran mis asientos, y que ese era mi autobús y que la ventana que devoraba la ciudad aplacaba mi sed, y mi hambre misma.

Al principio no me fijé detenidamente, sino que devolví mi mirar constante a los edificios que aguardaban el destino que mis ojos y la ventana les auguraban. Luego sí, luego vi que el chico no era un chico normal, era distinto, y se apreciaba en sus gestos un tanto toscos, en su rostro dulcemente aniñado pero con un deje grotesco que, pese a todo, enternecía en cierto modo. Y también lo hacían los movimientos de ella, cómo se asía a su brazo, y cómo lo besaba en los labios, por supuesto cómo se devolvían los besos.

Me pareció una ironía brutal a la par que hermosa, sentirme yo tan pleno en esa soledad de ese momento, siendo en realidad propiedad de la música, ajeno al ruido de la urbe, tan propensa y decidida a corromperlo todo. A envolver con vómito de hidrocarburo todo cuanto encuentra, todo lo que algo tenga de sutil.

Después se separaron, y la chica morena siguió a mi lado, y el chico de enfrente siguió enfrente. Despidió a su chica, quedaron para después. Todo siguió bien, tranquilamente, dentro del bus. Había bastante gente, y yo veía sus rostros y les asignaba vidas. A algunos les daba un cuento, a otros un poema, a todos algo donde hacerlos parte activa de mi reino, de mis dominios.

Llegado un momento la chica se cambió de sitio, ahora creo que para estar en el contiguo al de su padre, y otro chico ocupó la recién nacida vacante. Con su periódico, atento a cada letra, sin pensar en que puede elegir descolgarse de esa realidad, que de hecho su cuerpo y su espíritu le piden un descanso, le suplican reposo. Aléjate de ahí, suelta esa cadena de tinta, olvida esa mentira de estar informado por un momento, por un momento como ahora en el que no necesites hablar con nadie, en el que de verdad no sea necesario lo normativo para aprehender lo humano. Es curioso, pero lo último generalmente entiende poco de normas. Se caracteriza por su mágica espontaneidad.

Lo verdaderamente importante de todo esto no es la bella pareja que estuvo frente a mí, ni la chica de curiosa belleza que compartió su espacio conmigo durante una parte del trayecto. Tampoco lo es lo irremediable del joven adherido a ese periódico, tampoco su afán por no volar.

En cierto modo, lo que me causó mayor impresión, fue la sensación de que daba igual mentir sobre ellos en mi mente, daba lo mismo inventarme sus vidas, o darles un nombre, un lugar, o construir sus sueños.

El núcleo está en que supe que era dueño de sus destinos porque, de algún modo, podía darles todo eso que he dicho antes, aunque ellos no lo supieran en ese momento ni lo sepan ahora... A pesar de que nunca sospechen que lo hice, que a todos les otorgué un final, y a cada cual uno distinto.

Y puedo hacerlo siempre, lo único que debo hacer es ponerme a pensar y regresar a casa, volver aquí.

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