4/15/2008

Es de sábado por la mañana, y se sienta en el banco de la parada del bus, con la marquesina casi delante, tapándole una franja vertical de lo que tiene enfrente. Apenas han hablado desde el portal de ella hasta la parada, y tampoco parece que vaya a cambiar. Sin embargo están con las manos cogidas, fuertemente, con firmeza y decisión.

Está el chico, Rubén, tranquilamente pensando en sus alteraciones de la noche, en lo que ha sido real y qué soñado, porque el sueño a veces cobra tal poder que cuesta distinguirlo. Puede ser que incluso sea algo intermedio, tan real como la crisálida entre la oruga y la mariposa. Algo que tiene su importancia, y sus visos de realidad a pesar de ser algo soñado. Quién sabe, igual es cuestión tan sencilla de realismo y aproximación y no por ello se le debe dar más relevancia.

A lo mejor era eso, pero estaba ahí, dándole vueltas al asunto mientras los segundos se movían tranquilos, en su desplazamiento exiguo y eterno, poblando las señales de los relojes que marcaban actos y eventos memorables. O tragedias. En su diminuta concepción demarcaban todo el ámbito de lo que se vive, porque va por tiempo, al fin y al cabo. Lentamente, y mucho antes de lo esperado, se va acercando a lo lejos un coloso rojo, con el número esperado y el letrero correcto.

El bus urbano se detiene enfrente de la parada, y mucho antes de hacerlo, Rubén ya se había levantado, cogiendo por la cintura a la chica, tan solo un segundo. Está cansando, porque quiere seguir durmiendo, pero tampoco perder eso que se mueve escatimoso y que dura eternamente. Se dirigen hacia la parte trasera del vehículo, donde los asientos están enfrentados dos a dos, y el chico se sienta al lado de la ventana. En un acto de arrojo, o de euforia, esa sustancia que sorprende a uno mismo llenándole el estómago de algo que no tiene nombre pero que te inocula una vitalidad imparable, y desconocida, que te hace ver que todo es maravilloso, y que nada cuesta tanto esfuerzo, y que cualquier esfuerzo es poco porque poco es lo que no puedes conseguir, en ese instante, pues, se decide a hablar.

Le dice que ha soñado algo increíble. Que ha sido muy real, o muy realista, que tampoco puede distinguir a ciencia cierta el matiz entre lo uno y lo otro porque, a fin de cuentas, de lo uno viene lo otro y lo otro va a parar a lo uno, o eso pretende. Así que empieza a hablar y le cuenta alguna historia incongruente, para ambientar más que nada, sobre la que lo recuerda todo. Le parece curioso lo ridículo que suena en su voz, cuánto más será en los oídos de ella, y lo perfecto y bien encajado que se presenta en su mente y su memoria.

Y empieza a decirle cosas sobre la Basílica del Pilar, y de su primo y del alcalde de su pueblo. Y después pasa a una parte de la sacra construcción, porque todo se desarrolla en ella, en la que aparece la chica, ella, la que lo escucha en el asiento del autobús que, por cierto, aún no ha arrancado y está ahí, mezclando humo con esperas a ver si alguien tiene suerte y lo coge a tiempo. Mientras, justo a la derecha, un matrimonio discute, o más bien discute la mujer porque no le va a dar tiempo a no se sabe qué y que va a tener que tirar de taxi y el marido le pregunta, pacientemente, que si no le basta con media hora y la otra, gritando y de malos modos, como un perro rabioso, le dice que no, que no hay manera. Así que, mientras el hijo pequeño trata de convencerse de que eso no es real intentando hablar con su padre, éste le dice a su mujer que no, que ya vale, y que no siga así porque están siempre igual y, asegura, que vamos a acabar por tenerla.

Rubén se pregunta qué estará pensando el pobre niño, y qué pensaría él cuando era aún más niño que ahora, tanto como ese que mira en vilo a sus padres y de vez en vez hacia las yemas de sus dedos, y se mordisquea las uñas como buscando en ellas una respuesta que no podrá encontrar en la vida. Continúa con su historia, con su sueño, y le cuenta a ella que ha soñado con su padre. Entonces la chica lo mira grave, seria, con los ojitos diciendo que su boca se ahoga en palabras pero que sus dientes, o su timidez, son una presa infranqueable.

Así que Rubén sigue contándole detalles del sueño, le dice, de nuevo, que ella aparecía, y que era muy extraño porque todo era una sala perfectamente ordenada y había como personas, pero no eran personas porque no estaban vivas, serían maniquíes. Recuerda entonces que un plato le trae a la memoria la vajilla de sus abuelos, pero de los paternos, y que en el sueño se emociona porque echa de menos al abuelo. A ella le explica que ha tenido que ser una confusión porque el único abuelo muerto es Valentín, que es por parte de madre, y que Melchor está muy vivo. Pero que sea como fuere el muerto es el vivo, porque los sueños son así de caprichosos, y le dice que en ese momento se da cuenta, en el sueño, de que el hombre que tenía detrás de sí era su padre.

Se manifiesta entonces. A ella se lo ha dicho antes para avisarla, a modo de preludio, o de anuncio magnífico de película de estreno. Esos sueños son auténticas maravillas de sentir, añade sabiéndose privilegiado. Volviendo al caso, dice que cuando ve a su padre primero le parece normal, pero luego recuerda que él también había muerto, muchos años antes, sin que pudieran apenas conocerse. Y es verdad, y entonces el padre repara en ello y Rubén dice que va a abrazarlo y le asegura a su padre, con los dientes apretados, que lo quiere, que lo quiere mucho, y lo besa en el cogote porque ya Rubén es más alto que su progenitor.

Le cuenta que su padre le dice que no, que eso es demasiado convencional, a lo que el hijo, o sea Rubén, responde que nunca. Que querer se quiere como se quiere, y no hay más que eso ni convencionalismo alguno. Así que el padre se libera por completo. Y también le dice que lo quiere mucho. Todo esto se lo cuenta a ella, y ella atiende. En ese momento es de ver cómo su cabecita planea hasta el hombro de Rubén, y cómo se agita el aire, nervioso, que mueve con sus pestañas. ¿Y eso qué ha sido? Un suspiro que los envuelve a los dos brevemente. Ella lo agarra, o le agarra la manga o algo por el estilo, y se queda asida a él, como quien se aferra al recuerdo de una maravilla. La siente reposar, y él mira por la ventanilla del bus tras oler su pelo.

No le ha contado que su padre, poseído de ira y rabia, desafía a Dios en el sueño, y se convierte en un monstruo con forma humana y rostro todo de hueso, mientras grita desolado que no es justo, que no sabe él, Rubén, o quién sabe si se refiere a Dios, lo doloroso que es no haber podido conocerlo en persona tal y como era, porque solo puede verlo de lejos, y le asegura lo mucho que querría tenerlo a su lado y vivir con él y que eso, eso, a un padre no puede hacérsele, ni tampoco a un hijo.

Rubén recuerda al milímetro las facciones de su padre, con esa boca enorme y el rostro de máscara, y presencia de nuevo cómo el grito que éste profiere rasga hasta el aire y se ve que todo tiembla, y aún la memoria del chico lo retiene. Hasta cómo su padre llora colérico sobre su pecho y, sollozando, le repite que también él lo quiere, y que lo quiere mucho. Esto a ella no se lo ha dicho, y en sus pensamientos toda la escena se repite, mientras la pequeña sigue recostada sobre su hombro, buscando ahora, casi anhelante, los beneficios de su pecho trabajado en el deporte.

Piensa el chico en su padre, y en el sueño de esa noche, y en los sueños que tiene y en si su padre quería darle ánimo para con ellos. Que seguro que sí, se dice. Y van camino de la facultad de Filosofía y Letras, porque Rubén quiere mirar algunas cosillas sobre Filología Hispánica porque ha descubierto, no hace mucho, que quiere ser escritor. O mejor dicho, ha descubierto que va a echarle los cojones y lo que sea necesario para conseguirlo. Aunque de vez en cuando se cuestione si tiene talento. O aunque se lo cuestione a menudo.

Porque solo es eso, preguntárselo de vez en cuando. Ya se ha acostumbrado a todo tipo de críticas, y apenas le afectan. Todas lo motivan ya que conoce bien, pero bien en profundidad, a la más dura de todas, y es la que vive en el silencio. Pero sabe que tarde o temprano recibirá una llamada, o algún signo... Y ya no se preocupa porque al mirar hacia su hombro ve que no le falta musa, y que tampoco altar, y que hasta dispone de templo.

Así que se concede un regalo y se dice que joder, que sí tiene talento, y que de lo único que ha de preocuparse es de no parar, de seguir adelante. ¿Cómo no hacerlo con esa pequeña preciosidad, que cree en él, que dormita y suspira, aprovechando el vaivén del autobús?

2 comentarios:

Soñadora Empedernida dijo...

Que tiene talento, y lo van a llamar, y va a conseguirlo, y ella podrá decir eso de Ves? Ves? Aaaaay...




Es una de las ventajas, supongo. Que puedes vivir y hacer vivir las cosas de nuevo, y las completes, y las vuelvas imágenes que hacen sonreír.

Y me encanta que me dejes verlas, no voy a negarlo.


Me encanta.
^^

Regen dijo...

Como vuelvas a preguntarte si tienes talento, y dudes un segundo la respuesta, porque es obvia (sin tirar por la negación) te daré un mochazo ¬¬

^^