4/01/2008

Estaban a punto de marcharse, todos, de nuevo. En las sonrisas y abrazos de despedida podía intuir un pronóstico aciago, un desenlace cruel. Sentía sobre la madera del escenario el presagio del acto fatal, la parte oscura y brutal de la obra. Los focos de su consciencia iban perdiendo intensidad, y se vio desnudo, de súbito, en las heladas horas que por delante le susurraban.

La puerta se cerró con un sonido sordo y, a pesar de que la primavera estaba entrada, sintió frío. Cerró los ojos pensando en cuánto tardaría en volver, con sus secuaces, con sus amigos y amigas, a masacrar con precisos golpes de martillo, carpintero experto, su alegría y su calma. Poco a poco. Sin perder un instante.

Mientras, arrastraba las suelas de sus zapatos nuevos, cómodos mocasines sin cordones, de boca elástica y puntera ancha. Su presencia, única de nuevo, se contagió de un temor irracional. Sabía quién se acercaba.

Muchas veces pensó en que era cruel e injusto, venir así, de la nada, con la nada misma, rodeado de otros muchos y fuertes, ya fueran masculinos o femeninos, a golpearlo a traición. Una vez tras otra, sin piedad, sin querer conocer el término clemencia.

Así, pues, se dejó llevar hasta su habitación y, mirando por la ventana, dejó que de nuevo lo mordiese para atarlo a las tinieblas. Tal vez hasta la mañana siguiente, cuando volviesen las visitas y fuera libre de nuevo.

De nuevo por un rato, hasta que el silencio volviese a reclamar lo que consideraba suyo.

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