4/06/2008

Al noreste de la Península Ibérica descansa, bajo los Pirineos, la noble tierra de Aragón. Custodiada por los centinelas de piedra, colosos enormes y abruptos en sus formas, que comparte con Cataluña y Navarra, se ve esta tierra dividida por un río poderoso y altivo, de caudal recio y temibles cambios de humor en los deshielos.

Atraviesa un valle este río, al que le da el mismo nombre, alzándose los dos con Ebro por distintivo. Es en este valle donde se conjuran los elementos para endurecer el clima. En invierno corta el cierzo los silencios de quienes guardan el resuello para no perder calor, acentuando su velocidad a su paso por la ciudad que se yergue como capital de tan gallarda tierra; en verano el sol no se apiada, y cayendo pleno, como se dice de justicia, aumenta las cifras de cualquier termómetro que se precie, ya sea al sol, no le importa al calor que se refugie a la sombra.

Se derretían, cuando los hubo, los adoquines del casco viejo, de por donde el mercado central desempeña su labor y ofrece sus mejores especies a quien madruga y siente dedicación por el hogar, por lo exquisito y lo que marca la diferencia. En invierno se congela en el aire el tufo a pescado y carne fresca que desde sus paredes exhala. La rana de la fuente tirita, y el termómetro a la entrada de calle Predicadores en vano trata de engañarse.

La Pilarica, desde su privilegiado rincón, observa su ciudad, su imperio propio de nombre único que bajo su manto nutre de una fe profunda que, a pesar de no ser cristiana muchas veces, se siente en la sangre, en la piel palpitante y en las carnes de este lugar que nunca desfallecen. Es esta virgen que a Zaragoza le da su icono, una imagen sobre un río único, peligroso y temperamental.

Es a ella a quien se han llevado, en pura y sincera ofrenda, los triunfos de un equipo que ahora languidece. Es a ella a quien se le lloran las desgracias, a quien se le pide un consuelo que, en muchos casos, poco tiene de sustancia bíblica o de fervor cristiano. Pero se va, y se le hace, porque es la virgen, es la madre de Zaragoza, de quien en ella nació, de quien en ella muere, de quien quiera pronunciarse como su hijo.

A buen seguro, en mi corazón albergo, que lloró de emoción y alegría en ese Mayo del 95, y no hace mucho de alegría, hará unos años, en la Romareda contra un Real Madrid atónito. No dudo de que su corazón se partiese, dejando a un Cristo solitario y dolido, en un fatídico 2002 para el equipo. Rió, convencido estoy de esto, en 2004 y en 2001 por la misma gesta. Pocos son los logros que de este equipo recuerdo, mas soy joven todavía.

A pesar de ello he visto bien sufrir a mis allegados y a quienes no conozco. Los he visto morderse las uñas hasta las yemas de los dedos, los he visto quejarse y gritar, protestar y abuchear. Los he visto en mil y una prácticas que no comparto con ellos, pero cada uno defiende unos colores como mejor cree. Unos colores... Los de todos. Que se haga como se quiera, pero que se haga.

Bien en silencio, vibrando por dentro hasta los tuétanos, o con las mandíbulas apretadas, exprimiendo el aire, masticándolo y tragándolo con la saliva. No podemos dejar de darle aire a un león que a gritos pide ayuda. La afición no recibe ingresos, no tiene beneficio económico, pero nunca lo ha necesitado, jamás osará pedirlo. Estamos aquí por corazón, por fe y por entrega. Lo que hacemos y decimos es porque lo sentimos sin más.

Podemos pensar que no nos merecemos muchas cosas, pero prefiero dedicarme a obrar para tener derecho a recibir. No me cansaré de bajar los domingos a ver cada uno de los partidos que dispute; no voy a claudicar cuando más me necesitan. Aunque las turbulencias de un gallardo y noble río se me agolpen en el tabique de la nariz. Aguantaré hasta que se apaguen los focos, y lloraré si es preciso.

En mi garganta siempre hay un gol que ansía ser proclamado al cierzo, con rabia y valentía. Con un arrojo que no debemos perder, con pasión y camaradería. Puede que a estas alturas alguien se pregunte qué tenían que ver con todo esto las palabras referentes a las inclemencias del invierno cruel y el verano plomizo.

A la dureza de quien en Zaragoza se ha criado. Acostumbrado a andar contra viento, a caminar bajo un sol abrasador. Somos sufridos por naturaleza. ¿Qué nos queda si ahora no obedecemos a esa condición?

Dentro de una semana estarán de nuevo sobre el césped. Y yo con ellos. Si alguno no siente implicación con la camiseta que defiende, yo me meteré hasta el cuello para compensar su falta. Porque, después de todo, hablo de nobleza, y sobre orgullo versan mis palabras.

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