2/02/2007

Tal vez fuera un espejismo. O a lo mejor un impulso brutal irrefrenable. Pero he estado pensando acerca de ello. Volví a creer y, al hacerlo, volví a hallarme frente al espejo de lo que soy y lo que fui. Observo cómo el crital delimita con cicatrices blanquecinas los cambios que expirimentó mi espíritu. Hoy no me apetece suponer la existencia del alma. Ni hablar de ella.

Puedo tocar el cristal. Está caliente. Puedo tocar las marcas donde se soldó cuando debió de quebrarse, supongo. Y si lo hago algo vibra en mi interior. A este lado del espejo todo lo cambiable cambia constantemente. Casi todo es mutable. ¿Cómo serán las cosas al otro lado?

Seguro que lo imperturbable sigue imperturbable. Que el olvido intencionado sigue siendo un fraude. Estoy convencido de que habrá, al mismo tiempo, cosas que tampoco cambien. Como el espinazo del devenir. En lugar de ser óseo será algo así como... Como temporal, constituído por el tiempo. O mejor, será aleatorio. No estará predefinido en una estructura concreta sino que será un eje variable. Posiblemente al otro lado del espejo no haya nada preestablecido, solo un par o dos pares de preceptos y lo demás... ¿Qué será lo demás?

Lo bueno de estar en paz contigo mismo es eso. Que puedes hacerte preguntas sobre otros mundos sin desear cambiar aquellos que te parecen mejores por el tuyo. O que puedes esperar a alguien sin que tu tiempo te deshaga por fuera y por dentro como el agua al papel.

Y mejor aún. Que no esperas algo, de hecho, no esperas nada. No obstante sigues manteniendo el argumento irrefutable sobre tu propio poder. La fe en ti mismo. Aunque la fe, después de todo, sea algo subjetivo e imposible de argumentar.

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