10/25/2006

Esas calles ruines y mezquinas que recorrí ayer trajeron a mi mente recuerdos de abril y mayo en este octubre tardío. Como si el tiempo hubiese sufrido un atasco, de esos que se dan en la operación salida, en el que los segundos, minutos y horas se hubiesen quedado rezagados al propio devenir.

Inmunes, atrapados en las fachadas antiguas, anacronismos de este presente que me aturde, se quedan ahí. Sin dejarme libre de las fantasías florecientes de la primavera; sin dejarme libre de la decadencia progresiva del despertar otoñal.

Porque los sueños decaen al contactar contra la realidad levantando una polvareda inescrutable de recuerdos. Caen, estrepitosamente pero sin el sonido suficiente como para reclamar la atención de quien formaron parte; igual que edificios discordantes; del mismo modo que notas desacompasadas. Como errores, caen.

Luchan por salvarse de la hipócrita autoría que tratará de borrarlos, negando así su existencia, su paso. Pero siempre vuelven, vuelven porque se quedan, porque nunca se van del todo, porque resisten en la lucha por la permanencia, como espectros emergentes de la nada, repentinos, con los testimonios del pasado para argumentar en su favor el cual, a veces, resulta ser nuestra contra. Vuelven.

Tratan de engancharse a nuestra piel y nuestra carne clavando sus zarpas en lo más blando de nuestro seso, dejando sus babas indelebles en la absorbente pared de la memoria. Y siempre lo consiguen.

Fantasías, sueños, errores... Colosos decadentes, maravillas álgidas que acaban por ser la cicatriz de nuestro ego, como el arañazo de las zarzas a nuestra piel. Pero no nos guardan rencor, porque no nos odian, porque son lo que somos. Es una lástima que nosotros no podamos comportarnos con ellos análagomente cuando caen e irremediablemente nos arrastran.

Sería hermoso levantar junto a ellos en lugar de huir. Sería, ciertamente, inteligente.

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