11/11/2006

Es inevitable sentirse miserable con uno mismo. Rendirse estrepitosamente. Claudicar para salvar el último resquicio de esperanza en la memoria. Sentir que nunca será mía. Que solo podré aspirar a una oportunidad que se consumirá por entero en el momento en el que su mirada tropiece con la mía y le cambie mi corazón por su sonrisa.

Será entonces cuando todo cobre un mismo sentido y a partir de ese momento cuando me alce en un equilibrio descompensado. Subir tan alto que la duración de la caída me evitará empotrarme contra el suelo. Habré muerto antes a causa de una parada cardiaca.

Porque siempre es lo mismo. Una vorágine oscura de sentimientos translúcidos que no son más que amalgamas de unos con otros. Solapamientos inconclusos que no se definen por completo en un perfil comprensible. Caos.

Trazos difusos de locura y rabia contenidas en un centro tan denso de mi cuerpo que trasciende hasta mis entrañas, hasta donde reposan los sueños de mi alma. Me he despertado con ojeras de llorar dormido, tal vez. Y me duelen los músculos de luchar en mis fantasías nocturnas.

El crimen autodestructivo por excelencia. El crimen perfecto. El morbo macabro, la alevosía sádica. Quiero soñar, apostaré mi ánimo al despertar... Me desprenderé de las sábanas impregnadas de sudor e ilusión y depositaré mis pies de pétreo realismo en este suelo árido.

Páramos de desesperanza. Desesperanza que me absorbe la sangre, como las pinceladas salvajes de tu cuerpo que contrastan con la timidez de tus pupilas, de tu iris, de tu cara y tus pestañas.

No hay comentarios: