10/17/2006

Llegados a este punto he de reconocer, muy a mi pesar, que no sé escribir sobre lo cotidiano y que no tengo ni idea de cómo plasmar el mundo en el que vivo. La verdad es que me encanta divagar por mundos paralelos e idealizaciones emocionales más allá de lo meramente constatable como un hecho. La magia de la interpretación personal me seduce irremediablemente.

Todo intento por aproximarme a lo que de verdad interesa, farándulas e hipérboles al margen, es infructífero. Lamentablemente estoy vedado a la literatura que de verdad me interesa, la que es capaz de conseguir que el lector se identifique con lo escrito en el texto. Supongo que esa virtud está íntimamente relacionada al carisma y una serie de privilegios que todavía ando buscando en mí... El optimismo que nunca se pierda, por favor.

Con un elevado narcisismo, eso sí, en seguida me siento víctima del más terrible de los ridículos. Para qué pasar desapercibido cuando es innegable la ilusión que nos hace que nos reconozcan; para qué ser siempre protagonista si no sé encajar los halagos. Contradictorio, espiritualmente evolucionando y de autoestima famélica. Excepto cuando no es así.

Dialéctico entre mí y yo, tomando el término en su acepción filosófica. Y divagador, de nuevo navegando en lugares que nada pueden reportar a los incautos que lean estas líneas, nada más allá de la propia curiosidad por adentrarse en la mente del especimen que aquí deletrea pensamientos. Tan típicamente singular, tan odioso, que es inevitable sonreír. Porque todavía es un niño.

Y se da cuenta de todo esto mientras escucha las voces de la ciudad, el rechinar del autobús porque en Zaragoza no hay metro. Entonces la gente se agolpa, un bus no es grande como un tren, y por un momento eres partícipe involuntario de todas esas vidas que en unos minutos dejarán en ti un recuerdo efímero que desaparecerá al rato de las horas.

Me he olvidado el mp3 y no hay música. No es tan malo, no pasa nada porque deje de comportarme como un lobo estepario por un día. Constantemente inconstante, en el centro de la simultaneidad entre amor y odio.

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