9/22/2005

El estómago acusaba lo tardío de la hora. A pesar no haber pasado apenas unas horas desde que se levantó, la noche ya había entrado de lleno en las casas. Las tiñó de azul oscuro, como suele hacer siempre, con ese sigilo innato que la caracteriza, cubriéndolo todo de silencio, tan solo quebrantado por aquellos que no dormían en solitario.

Tenía hambre, mucho hambre. Tanto, que la garganta le raspaba el paladar, sus dientes casi le dolían y en su sistema digestivo un océano de jugos gástricos realmente potentes. Hambre, y sed. Una sed de rojo intenso. La luna, a medio crecer todavía, arrojaba un poquito de luz plateada sobre su piel blancuzca. Su sangre, empezaba a entibiarse; en los ojos, unas pupilas negras y diminutas se perdían en un inmenso iris marrón.

Llevaba demasiado tiempo así, desde que la conoció... Tres días con sus tres noches, no podía más... Se odiaba a sí mismo por ser lo que era, pero también se amaba por eso mismo... La contradicción atormentaba su cabeza martilleando su pensamiento. Las dudas lo azotaban, pero ya había tomado una decisión... No podía seguir así, de hecho, no quería que siguieran así.

La había llamado hacía una hora aproximada. Sobresaltada por lo extraño de la hora le dijo que se ducharía antes de ir... A pesar de todo, se notaba un tono de deseo en su voz, un tono de curiosidad que se entremezclaba con la preocupación y la aprensión de haber sido telefoneada a esas horas, a pesar de que siempre se encontraban de noche.

Se duchó, olía perfecta. La amalgama de sensaciones le daba un aroma propio y penetrante que se conprometía con la fragancia del gel de ducha. Pidió un taxi. Llegó adonde la estaba esperando, dejando tras de sí una estela de un perfume a pura vida, a renacer; dejando una estela de impaciencia y ganas por dejarse mecer de nuevo en sus brazos, de sentirse niña y mujer al mismo tiempo. Ya imaginaba sus manos frías calentándose al recorrer el que dentro de un momento iba a ser su cuerpo desnudo.

Y subió. Y él la vio. Tan preciosa como siempre. Con ese color entre marrón y blanco por la luna. Con ese color en su tez manchado de sombra por la oscuridad de la casa que estaba habitando. A veinte metros y él sintió lo que sentía, un vuelco al corazón, la sangre en un torrente imparable hacia el final de su vientre y el comienzo de sus sienes. Por un momento sintió una tentación casi irrefrenable para ir a por ella...Sería tan fácil.

Sin embargo, prefirió dejar que se acercara. Ella sintió un vuelco en el corazón, la sangre agolpándose en un torrente imparable en el umbral hacia su alma, en el final de sus piernas, por debajo del ombligo. Las sienes le marcaban un ritmo, pum pum, pum pum. Los oídos se le llenaron de algo que la ensordecía y los ojos colmaditos de ansia.

Fue hacia él. Él dejó que se acercara. Cada paso resonaba por la habitación. Sábanas colgaban de las paredes y el techo. Estaban de reformas. Bajo ellos un suelo en perfectas condiciones, pulcro, sin polvo.. Un suelo silencioso que no podía hablar de cuántas habían corrido la suerte que la esperaba, un suelo silencioso que le encantaría decir que ella era la única que lo había hecho sentir distinto...Un suelo colmado de secretos.

Y ahí estaban, el uno frente al otro sobre ese suelo... Volvió a sentir esas ganas irrefrenables, ese instinto que no podía ser reprimido y se odió a sí mismo por ello, otra vez. Pero se juró que sería la última. Poco a poco la fue desnudando. Él solía estar sin ropa por la casa, "no quiero secretos conmigo mismo" decía, "no quiero que allí donde descanso existan sombras en mi cuerpo". A ella le daba igual, incluso le gustaba verlo desnudo mientras ella se dejaba desnudar. Así, un poco más, ansia, paciencia, rapidez, silencio. La luna los vio desnudos de nuevo, pero ella sabía algo, él no se lo dijo pero lo había visto llorar durante tres amaneceres seguidos...

Cayeron al suelo, las paredes de la casa reventaron en una explosión de ruido gutural. Puro instinto, exactamente eso. Estaban solos, sobre ese suelo impoluto de color blanco. Él no podía más, ella quería poder hasta el amanecer. La amó, una vez tras otra. El uno junto a la otra, hasta los confines del mundo humano. Hasta donde nadie los pudiera seguir, a un lugar en el que él no estuviera condenado y ella sentenciada.

Extenuada le susurró palabras de vida en sus oídos, que no hicieron más que provocarle lágrimas en sus ojos. Teñidos de un rojo intenso y una impotencia tan intensa como el ansia de que ella le perdonara alguna vez. De repente, ella se dio media vuelta, se puso frente a él.. Mirándolo desde abajo acarició sus labios, rojos intensos en contraste con esa piel tan blanca que ahora casi ardía.

Qué eres? le dijo, amor mío, ¿qué eres? Y se quedó quieto. La pregunta le vino de imprevisto, no sabía qué hacer. Entre el cabello de su doncella su mano casi gélida acariciaba una nuca ardiente, una piel tibia, una sangre sin pecado. Retiró el pelo de su cuello, podía oler su sangre. No puedo hacerlo se decía a sí mismo, debes hacerlo se corregía. No puedo! Pero debes! No puedes culparte por ser como eres... Pero...No hay peros que valgan... No llores Caín..

Qué eres? le susurró de nuevo. Acercó su boca a su cuello, la besó lentamente, saboreando cada pigmento, cada milímetro de su piel perfecta. Subió hacia su oreja, un pequeño mordisco y ella soltó una risita nerviosa y juguetona.. Se acercó hasta el oído, oliendo el pelo de la chica... Inspiró tan fuerte que apunto estuvo de que le explotara el corazón en su jaula de huesos. Inspiró, como queriendo extraer el máximo amor posible de esa atmósfera que los rodeaba y que a ella la hacía no temer, y a él lo convertía en prisionero de su inmortalidad...

Pero había hallado la solución, no podemos seguir así, no quiero que sigamos así... La última gota, jamás, nunca!! No tragues la última gota. Se acercó.. A su oído de pura inocencia y le dijo... Que qué soy? Te lo diré cuando escape del infierno para buscarte...

Ella se asustó, fue a reír pero no pudo. Sintió cómo en sus venas se clavaban dos agijones que salían de la boca de su amante. En sus venas corría la vida mezclada con el veneno del pecado. Un dolor punzante, un pinchazo, y el sentir cómo la sangre se le iba de las puntas de sus pies hasta su cuello. En su aorta se acumulaba la sangre, mientras a ella se le escapaba la vida a él se le iba la sed.

Y cuando ya no había remedio para ella, sin querer sobreponerse absorvió su última gota. Jamás lo hagas si aprecias tu vida!! Porque los humanos guardan toda su vida en toda su sangre, pero en la última gota guardan su muerte. Y ahí se quedaron los dos. Ella desnuda y sin sangre, con el cuerpo puro y la piel plateada. Y él, sobre ella, con el pecado azotando tanto tiempo su corazón por fin se acercaba más a la libertad que tanto ansiaba.

Sobre el suelo, la sangre que salpicó del mordisco. Y los dos cuerpos muertos. Quizás, a la noche siguiente despertasen. De todas formas, ambos murieron enamorados.

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