5/30/2009

El declive empezó como suelen empezar todas las cosas que acaban en desastre. Una pequeña pendiente, una curvatura ligera y leve, aunque de algún modo notable, en el camino del respirar constante.

Comenzaron con las dificultades en la vivienda, se acentuaron los detenimientos drásticos que se alargaban en la cola del paro como un aguijón gigante y enervado del escorpión dolido y violento que era el pueblo.

Pero nos calmaron con fútbol, con misa, con promesas de mejora y terapia de grupo. Nos decían que era inevitable, que el desparrame era mundial y que no solo temblaban los cimientos de España.

Intensificaron el morbo gratuito de los programas de ese bastardo de la letra y la imprenta, de bajísima impronta, que se hace llamar periodismo y no es más que la inyección mortífera de la aguja compartida que viene, como es de esperar, con la semilla de la enfermedad autoinmune. La complacencia, la costumbre.

Con eso, acostumbraron a más de la mitad, mucho más de la mitad del país, al abuso y la violación. La intimidad se pierde y se observaba como algo natural, algo lógico ante estos tiempos de caótica fluctuación, de porcentajes a la alza y valores a la baja. De declive y decadencia. Y además cobraban por ello. Los humilladores y los humillados, y los hiptonizados se arrellanaban en sus sillones vitoreando la manipulación de las entrevistas.

En el Parlamento el presidente improvisaba, se cortaba, estaba cohibido y atemorizado. Aseguraba, por activa y por pasiva, que todo era circunstancial y transitorio, algo que ni siquiera la oposición, con su política incendiaria y de terrorismo mediático (como él decía), habría podido detener o soslayar. Solo era sincero, nuestro presidente, en los estadios de fútbol y eventos deportivos. Como las eurocopas (donde se entiende el furor por su país, nuestro país) o las finales de la Champions. Recuerdo especialmente la de Roma, ganador el imparable Barsa de aquel año, donde un catatónico Berlusconi trataba de zafarse de nuestro José Luis que, con todo su republicanismo, celebraba el éxito del equipo patrio saludándose efusivamente con el Rey. El fútbol, la pasión, tienen estas cosas.

El cine no bajaba de precio. La producción autóctona seguía teniendo la misma paupérrima calidad que ahora, y continuaban llegando las subvenciones millonarias a un cine español basado en el folclore, en la exaltación del tópico español, también en la copia. A mi entender, nefasto, pero esto no es un hecho, es una opinión.

A los que no veíamos esos programas ni podíamos sentarnos con el Rey para ver un partido; a los que nos quedábamos delante del ordenador contemplando a través de nuestras pantallas la evolución del mundo en formato digital, línea a línea, párrafo a párrafo, nos culparon de, por ejemplo, el descalabro del cine.

Quisieron responsabilizarnos de que la música permaneciese en los estantes de los centro comerciales y tiendas especializadas hasta la fosilización; aseguraron que nuestra codicia se extendía allende cualquier frontera moral, que ignorábamos la ética y éramos profundamente irrespetuosos. El dedo acusador partía de un organismo privado cuyos ingresos multimillonarios se derivaban de cuentas a cuentas que ningún papel era capaz de constatar de manera definitiva.

El presidente estaba entonces ocupado con defender a un compinche suyo, en Andalucía, que había trasvasado (si ya cambiaron el término a su antojo una vez, yo compenso la mutación) muchos millones de euros para una empresa privada de uno de sus familiares. Su hija. Sin ir más lejos. El dinero era el de mi madre, el de tu padre y tus hermanos. El presidente no dijo nada de aquel organismo que acusaba a los de los ordenadores de robar.

Además veían en nuestro compartir un subterfugio para un crimen desgarrador y terrible: condenar a la pobreza de los supuestos artistas musicales de nuestro país. Esos artistas fueron rebeldes en los ochenta, hippies algunos en los setenta, y comunistas cuando había que ser comunistas. Mientras, hablaban de pobreza y malestar y trataban de colarnos sus penurias. Sus hogares y vicios nunca fueron tan vastos ni su creatividad tan nula y maloliente.

Luego los jueces se pusieron de parte del organismo, el valor económico del mismo era incalculable. Marchaban como abanderados de la cultura, del progreso y del conocimiento y aseguraban no lucrarse en su actividad; otros miembros de ese gran parásito entraban por la fuerza en casas ajenas, falseando órdenes judiciales y acompañados por consejeros de éstos, para llevar a cabo su cruzada.

Las cruzadas... Como todas de estas, la que nos ocupó en aquel tiempo no respondía al inicial argumento que exhibían.

Así que la gente de los sofás seguía vitoreando a los pseudoperiodistas; el presidente asistía a los eventos deportivos pasándose el protocolo, el sentido común, la educación y el saber estar por el mismo lugar por el que desfilaban su honestidad, su sinceridad y su preocupación por el pueblo que sufría su incompetencia; continuó sin saber detener a los que imponían impuestos sobre dispositivos tecnológicos incumpliendo la presunción de inocencia; continuó pudriendo la escuela pública a la que supuestamente idolatraba mientras sus hijas completaban sus estudios en centros privados como a los que él asistió en su tierna infancia y posteriores. Continuó mintiendo, empobreciéndonos, arrastrándose por las sedes europeas para intentar construir una política exterior cuyo principal órdago era el amiguismo y la alevosía para lo que comúnmente se conoce como peloteo.

La cultura, mientras tanto, languidecía. La cultura, decía el organismo, debía ser preservada de todos esos piratas que la robaban con crueldad sometiendo a las mentes al expolio. El organismo mentía, pero el organismo tenía la posibilidad de silenciar, sobre todo si se basaba en sus millones, más aún si insinuaba algo acerca de los votos potenciales para el gobierno que la respaldaba.

Así que poco a poco se fueron extendiendo. El germen de esa aguja compartida se fortaleció, poseyó a los insultantemente vagos que prefirieron mantenerse al margen mientras tuviesen tele, tuviesen fútbol, tuviesen fórmula uno, etc.

Puedo decir que nos lo quitaron todo, que nos privaron de la música, del buen cine, de nuestra forma de rebelión ante este sangrante vicio de amasar fortunas. Puedo decir que, al menos, lo intentaron.

Nos mantuvimos críticos, nos mantuvimos insatisfechos, nos mantuvimos celosos de lo que era nuestro y de todos, de lo que nos correspondía por derecho, lo que había de venir a nosotros porque nosotros éramos los que lo dejábamos libre para viajar entre quienes quisieran aprehenderlo.

Nos convirtieron en criminales, nos juzgaron y encarcelaron pero estamos orgullosos porque en cualquier lugar en el que había un reproductor de mp3, o un procesador de textos, o un reproductor de vídeo nunca dejó de escucharse una sola nota de música, ni de escribirse o leerse de unos a otros un poema o un relato y, por supuesto, siguieron sucediéndose magníficos planos de magníficas películas...

Podemos estar orgullosos de ello porque mientras hubo red de redes, mientras existió ese gran hormiguero, fuimos los que quisimos diminutas hormigas que, en lugar de comida, llevamos conocimiento y placer de unas mentes a otras.

De hecho estamos orgullos de que luchamos hasta que no nos quedaron fuerzas, hasta que nos cortaron la luz, hasta que derribaron nuestras puertas, hasta que aniquilaron nuestra conexión, nuestra esencia.

Ahora lo que nos duele es el alma porque muchos de nosotros seguimos pensando que aún pudimos haber hecho más. Respecto a nuestra cartera no sentimos más que pena que antes: fuimos pobres entonces y, desde luego, no somos ricos ahora.

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