5/04/2009

Abro la ventana para invocar al aire, para que entre la corriente fresca de estas alturas. Por un instante observo las copas de los árboles balancearse con la luz prestada del sol. Vuelvo a la calle, a la mañana más fresca aún, donde el sol era tímido de verano y adolescente de primavera. Retorno de nuevo a mis pasos, a esas horas, a los ancianos paseando que son la declaración del tiempo a lo que yo habré de ser.

Y me aterra. Me asusto. Me anclo al susurro amenazante que roerá mi carne mortal, me compadezco al sentir que mi espíritu habrá de permanecer aquí, inmaduro, tal vez sin escalar a pesar de que me esfuerce por hacerlo subir. Ahí estarás tú.

Estarás para cuando la vejez palpe con sus manos de pergamino los anhelos de mi juventud, estarás para que no sienta miedo; te encontraré a mi lado susurrándome que todo el tiempo que tenemos ahora, el que inventamos cuando nos enraizamos en las sábanas de mi cama, es breve y eterno porque nace y se prolonga en nosotros. Estarás para recordarme que asirnos de la mano nos hace inmortales.

Por supuesto yo también estaré. Estaré para desbastar la madera de tus naufragios y pulirla, para darle color, calor, y brillo. Seré la lija que extermine las astillas que pinchen y hieran tu corazón recordándote la tormenta, cualquier aciaga travesía. Tu alma devastada pasará a mis dominios, trataré de abrazarla con ligereza, con tacto de nube, suavidad, para arroparla si titubea.

Estaremos... Estaremos los dos cuando debamos estarlo.

Los papeles, todo lo que hay en mi cuarto, mi propia respiración, se agitan con la brisa de esta tarde. El horizonte a mi derecha es un tapiz blanco de luz, hoy me apetece leer, esperarte, no ir al gimnasio. Me apetece dejarme un poco aquí, en el tacto de las páginas del libro que me aguarda, en cada paso depositar un poco de lo que soy, llenar la estancia con mis sueños.

Algo así como un rastro para cuando no sienta que estoy vivo y aquí, cuando de verdad esté envejeciendo, a pesar de que no se muevan los brazos del reloj.

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