3/02/2009

En aquella playa no había nada, o algo si es que acaso cuentan los restos de un naufragio. No hallé lo que fui a buscar, solo encontré desierto, dura roca de montaña, la propia orilla varada en sí misma, detenida en el tiempo, y el rumor reiterado de las olas contra la tierra dando fe del intemporal romance.

Pero vi a lo lejos más montañas, estructuras afiladas, orgullosas y bravas, que soñaban con rasgar el cielo aprovechando el privilegio del horizonte. En mitad del mar había tierra. Una isla. Y me lancé.

Conforme avanzaba el agua oscurecía y la sensación de miedo aumentaba. Asustaba. Estoy seguro aún hoy de haber llegado a un lugar huérfano de mapas. "¿Y si sale ahora, de súbito quebrando este suspense próximo al pánico, una temible criatura que paralice mi cuerpo y mastique mi vida?"

Me detuve. Miré atrás pero pensé que mientras siguiera vivo siempre podría retroceder. Tenía más miedo a cada vez, cuanto más avanzaba más firme era mi idea, mi convicción, de dar media vuelta y retornar a la playa vacía, a la playa unida a la tierra firme, a lo seguro, adonde el mar era azul y no negro como lo era en ese instante en torno a mí. Habría sido volver a una casa conocida aunque ésta no fuera el hogar.

Pero seguí.

Seguí y seguí y el mar se hizo más oscuro, y si buceaba veía un abismo repleto de más agua y sentí que mi consciencia, mi comprensión y mi propia alma, se iban directas hacia un fondo invisible, oscuro, invernalmente nocturno.

Desentrañé las nuevas figuras entre las rocas: "¡Palmeras! ¡Son palmeras!" Mi miedo fue disipándose a medida que el agua se azulaba, a medida que dejaba de ser nocturna e insondable; y después vi alguna chabola a lo lejos, alguna construcción. Aceleré mi ritmo... Toqué tierra, llegué a puerto. Aunque no hubiese.

Obedecí a un impulso y alcancé una isla, suelta de la tierra firme, del gran continente, en la que no había casa alguna pero que yo sentía ya como un hogar. Busqué a los habitantes pero no hallé nada. Aquellas construcciones que había visto eran máquinas, y funcionaban. Sus máquinas funcionaban solas, y ellos no estaban. "¡Tal vez sea una isla de inventores!"

Busqué y busqué... Pero no había nadie. Crucé un pequeñito canal de agua, una división entre la otra parte de la isla y la que yo pisaba. Me acerqué eufórico pero prudente, y ahí estaban. Ahí estaba aquello que sabía que encontraría antes o después.

Una increíble disposición de monstruos permanecían atentos en esa parte de la tierra. Si me hubiesen visto me habrían matado... Quiero decir, si me ven acabarán conmigo, me perseguirían adonde fuera y por delante de mis ojos, a mi espalda y más allá de mis brazos solo hay mar.

Puedo intuir, a lo lejos, la playa solitaria y vacía de la que vine, donde no hay grandes ni terribles monstruos... Pero yo elegí venir aquí, siguiendo un impulso, arrollando al miedo. Esta es mi isla, al menos la isla de mi valentía, y no voy a abandonarla, no ahora, no aún.

No me traicionaré. Pese a los monstruos.

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