10/07/2007

En compañías de soledad discurre el Ebro por mis adentros. En barcos de papel navegan mis recuerdos río abajo, y yo con la certeza de que en el horizonte veré crecer de la nada la basílica de El Pilar. Caminar por entre la niebla que arropa la ribera del más caudaloso de España.

Arrastrando los pies por el suelo ajeno me traslado a los adoquines de la vieja ciudad, al pavimento lamido por el cierzo del puente de Santiago. Ese cierzo castizo que araña a ráfagas hasta los cimientos del alma haciendo temblar tu cuerpo mientras intentas subir un poco más la cremallera del abrigo.

Y seguir, calle abajo, dejando a la derecha el parque en honor al que aguantó el tipo contra los de Napoleón. El lago se balancea como una aparición también revestida por una humedad vaporosa y la farola de siempre, la que nos alumbra cuando vamos, sigue emitiendo convulsos haces de luz. A lo mejor algún día la arreglan.

Cruzando las anchas avenidas del barrio que comienza recto y hacia el norte desde la renovada Chimenea te das cuenta de que has dejado atrás el parque. Oculto por entre las callejuelas que guían a dos colegios vecinos y en discordia sonrío en mi memoria. Llego a la antigua calle donde viví hace unos años, mirando desde lejos a ese séptimo piso acompañado de la primera del alfabeto. De cuando padre compartía su sangre con los de este lado.

Paso de largo, tirando hacia adelante, desembocando en la avenida con nombre de pintor sureño. Cogiendo hacia la izquierda para llegar al puerto al que arribarán en barcos de papel todos mis recuerdos. Sentados a la mesa, bebiendo de jarras y vasos, vistiendo sus rostros de sonrisas y alegría. Estando en casa, en el bar de todos los días.

Para que no camine mucho más en compañías de soledad. Mis amigos ahí, esperando a que les diga de jugar al futbolín.

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