12/31/2008

La joven le tendió una fotografía a la mujer, anciana, y ésta la tomó entre sus manos y la compartió con el hombre a su derecha y dijo, parpadeante, mira, Melchor, es nuestro hijo. Y yo vi al hombre mirar la fotografía afinando los ojos, como el que intenta descifrar en una lápida la vida de a quien ésta hospeda.

Permanecí inmóvil y atento, sin saber cómo era posible que estuviese sonriendo si sentía la presión de fuertes chubascos en el puente de mi nariz. Luego pensé que ni siquiera sabía si lo estaba haciendo y me pregunté cómo sentiría Melchor, que es mi abuelo, el dolor de ver intacto, en esa foto, para siempre joven, oníricamente vivo pero real y mortalmente intangible, a quien la mujer anciana, Antonia, había nombrado con total acierto como el hijo de los dos.

Porque el hombre, el hombre a la derecha de Antonia apenas cambió el rostro, si acaso nubes en su mirada, y por eso ahora creo que compartimos, silenciosamente, la tormenta.

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