12/05/2008

La diferencia entre ellos radicaba en que uno estaba enfundado en elegante ropa, bajo su levita de paño y su camisa blanca, su corbata y sobre sus zapatos lustrados, y el otro llevaba un atuendo ordinario, de labor y costumbre, y un gorro de colores que le protegía las orejas del frío.

Otra diferencia era que el primero, el elegante, estaba acompañado de una, cómo no, elegante y bien vestida mujer, de rasgos bien definidos y, digamos, moldeados con cierta habilidad, en otras palabras, de una mujer guapa. El segundo estaba solo.

Como estas habrá entre ellos infinitas diferencias, pero algo que los unía sobre todas las cosas. Los dos, tanto el elegante como el ordinario, me vieron mirarlos mientras dejaban escapar sin poder retener, los dos y cada uno en un momento y lugar distintos, la misma sonrisa de luz, idéntica mirada de agua clara al acercarse al fruto hecho, en parte, a su imagen y semejanza, a la sangre de su sangre.

Les unía eso, simplemente eso y seguramente nada más, la sonrisa y la mirada del padre.

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