9/14/2008

Si tuviese que salvar algo de esta mierda de verano, sería, sin duda, la mirada de mar de aquella criatura que acababa de ser amamantada por su madre, curiosidad cromática que sus ojos fuesen de roble, en la que me atrapó dentro de sus corrientes. Salvaría eso, y también me quedaría con la voz de su madre al pronunciar en voz alta la ilusión que rondaba mi cabeza: ¿qué pasa, pequeña, quieres darle las gracias a este chico?

Eso es algo digno de salvar. Igual que el viejo que, varias horas después, me enseñó con su paciencia que lo que no se pierde se encuentra, y que lo se guarda nunca está perdido. Cuando extrajo de su grueso libro de gramática inglesa en, según las propias tapas, sucinta versión. Me levanto solo, dijo, que aunque me cueste algo de esfuerzo aún puedo, ya que el día que tengan que ayudarme yo deberé cortarme la coleta. Y hasta el último día, añadió, hay que seguir. También muy digno. Está clarísimo.

Así como las turbulencias de la emoción en los ojos de Paula al ver a ese viejo, y o a la señora de su derecha que de tan mayor no podía ponerse ni el abrigo. Me quedo con eso, y con el abrazo que le di para darle calor y fuerza, para que me lo diera ella también a mí porque lo necesitaba.

De toda esta puta vorágine de asco y estrés me quedo con todo eso, y con el puntito resplandenciente de mi imaginación que se disparó cuando nos vi desnudos, a ti y a mí, sobre mi cama, y pensé en lo hermoso y curioso que habría sido tener entre nuestros cuerpos el de un hijo.

Una chispa rápida y cálida, bañada en la luz de esa mañana en la que yo envejecí un poquito más y rejuvenecí toda una vida. Viéndote amamantar mi locura por lo indescriptible, viéndolo en el aire a él cogiendo tu pecho por el hambre y el instinto.

Me quedo con eso. Con todo eso y mi cerveza al lado, para contemplar la vitrina de momentos de paz en las batallas de mi alma.

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