9/11/2008

¿Cómo no iba a hacerlo? Debía enfrentarse a ese miedo irracional que aparecía de vez en cuando, en pulsos constantes de dolor, palpitaciones de la angustia. Podía pensar alguna mentira para dejarlo correr, para distraerse y creer que todo iba bien, que no había nada alterado en su entorno, en su mundo, y utilizar esa estrategia, otra mentira, para convertirse en un mártir.

No sabía muy bien qué hacer, no sabía si volvía a lo de siempre o si acaso esa vez era real, pero real de verdad, y si esa asfixia continua que lo amordazaba a la mediocridad con cuerdas de apatía sería la trampa en la que acabaría por callar para siempre.

Se odiaba a muerte por ello, se sentía culpable por no aprovechar lo que, teóricamente, era un privilegio, o un don, del que era responsable. Tanto trabajo... Tanto. Sin detenerse nunca, sin rendirse bajo ningún concepto. Sin más recompensa que la liberación inmediata y paulatina, como una inoculación de adrenalina por impulso intravenoso, el arroyo de la vida.

La paz temporal, la vorágine, el espejo en el que verse cara a cara. ¿Y si eso no volvía a ocurrir? Tenía miedo. No podría permitirse algo así, perderlo, perderse. En su extraña forma de sufrimiento, en su inevitable vía de vanidad perfectamente adivinable en sus sueños, pero al mismo tiempo la serenidad del aprendiz, del que se hace a uno mismo en algo, del que sabe que no regalan nada.

No tenía claro qué ocurría, pero sentía en una parte de sí, de algún modo, que el templo que erigió con sus manos, sus tripas, sus dolores y alivios, se tambaleaba. Y tampoco sabía reconocer si sus palabras eran una manifestación vital, o el silencio de donde no hay nada.

La mentira... Que ni la cerveza ahogaba el suspense, la crispante y venenosa intriga de si habría acabado ya, de si estaría consumido. La verdad era bien distinta: la cerveza lo cura todo, y nunca acaba la tormenta.

1 comentario:

Soñadora Empedernida dijo...

No ha acabado. Pero eres tú el que tiene que verlo, y lo verás cuando de nuevo sientas ese cosquilleo.