3/21/2007

Parece que necesites que te lo digan otras personas para creer en mí, me dijo clavando su mirada en mis ojos. Era una mirada dura, penetrante hasta lo más profundo de uno mismo. Representaba la advertencia más poderosa que nuna he recibido interpretada de una forma increíblemente sutil, salvando así la torpeza de la amenaza.

Recuerdo ahora más de sus palabras, su gesto serio al recordar que cuando sufro no solo sufro yo sino que sufrimos ambos; que cuando grito no solo se resiente mi garganta sino que también su voz. Viene a mi memoria su rostro, el pelo que cubría uno de sus ojos, el izquierdo, y su labio inferior que temblaba por la rabia de saber que sé que existe pero que no creo lo suficiente en él.

Soy tú y eres yo. Eres la carne que noto en mi existencia dentro de ti y yo soy la existencia que notas en tu carne. Mas no quieres confiar en lo que digo y buscas otras formas, otras confirmaciones, para depositar en mí todo lo que eres y podamos compartir nuestro tiempo, nuestro poder. Si dudas, tiemblo; si tiemblas, no sé qué hacer.

Es hora, dijo con los ojos empezándose a llenar de lágrimas, de que cuando mires el mundo que te rodea lo hagas sabiendo que yo también quiero ver a través de tus ojos. Ha llegado el momento de que cuando sientas, sepas que yo quiero compartirlo contigo. Y cogiendo mi mano acabó por decir que él sí cree completamente en mí y que solo espera que yo haga lo mismo. Respecto a mí, respecto a él.

Todo esto me dijo anoche, con la mirada más hermosa que nunca he visto, con la voz más cálida y el dolor más puro y sincero. Con calma y sabiduría, sin reproche alguno. Con su ojo izquierdo levemente oculto tras el cabello que caía desde encima de su frente. Y el porte erguido, seguro y tranquilo pero preparado para todo. Era precioso.

Anoche, cuando menos lo esperaba, hablé con el espíritu que mora en mis entrañas. Con mi alma, que habita esta guarida de huesos y músculo.

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